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domingo, 2 de noviembre de 2025

Silencio, se rueda

Hace siete días, en la Ciudad de México, se estaba viviendo una carrera de Fórmula 1 académica. Al desmadre en la salida, como debe ser -- las procesiones y las filas de dos para semana santa --, le siguió un momento «derbi de demolición», en el que Verstappen y Hamilton prefirieron dar una vuelta al circuito por donde mejor les parecía, para mayor regocijo y divertimento del espectador promedio a los coches caros con pegatinas. Mientras tanto, de repente, Bearman, sin nadie saber cómo, se cuela tercero, y no lo pueden pasar; y justo por detrás Piastri necesita adelantar porque su primer título mundial se le estaba cayendo como quien conserva agua entre sus manos. Además, y esto es lo mínimo que se debe exigir en cualquier fin de semana, tres cuartas partes de la parrilla pensó que lo mejor era hacer dos paradas, pero el resto dijo: «¿Y si solo hago una?». A diez vueltas del final, se mascaba la hecatombe mientras Verstappen pegaba grandes mordiscos al segundo puesto y Piastri, después de una carrera olfateando diferentes cajas de cambios, estaba a punto de salvar el fin de semana terminando cuarto. Todo se va a decidir en la última vuelta, sin embargo, como el trueno que cae del cielo, se despliega el Virtual Safety Car, a causa de un incidente que ni sale, y los pilotos concluyen la carrera a lento ritmo pausado. A qué mala hora, hace años, mi padre, henchido de ilusión, dejó puesta una carrera de Fórmula 1 con la esperanza de que su hijo pequeño sintiera simpatía por los coches rápidos de colores que salían en la tele. ¿Qué hago viendo esto si, en realidad, no me gusta?

Desde entonces, desde el domingo pasado, los recuerdos de mi relación con la Fórmula 1 han ido recorriendo mi mente, una y otra vez, como Oliver Bearman dando setenta y una vueltas al Autodromo de los Hermanos Rodríguez; como si girasen dentro de un carrete y la luz proyectara mi memoria sobre una sábana blanca extendida. Se ve un anuncio de Telecinco, en tonos negros y naranjas, promocionando el Gran Premio de Bélgica en el circuito de «Spa Farcrochans», tal y como repetí incansablemente durante esa semana. Después aparece mi primer recuerdo: un podio intergaláctico de Kimi Räikkönen, que salía último, en el desierto de Sakhir; aunque también recuerdo, meses antes, ver romperse su suspensión en Nürburgring mientras iba primero en la última vuelta; y la botella de RedBull tan guay que tenía con el nudo en la pajita de plástico azul. El carrete sigue girando mostrando las manitas y los pajaritos de Alonso cuando ganaba con Renault, el rato a llorar que me eché con su abandono en la primera vuelta de la primera carrera en el Valencia Street Circuit y la mirada perdida en los Grandes Premios de Bélgica en 2010 y 2012. También el asombro que me causó el primer Gran Premio nocturno en Singapur o la tira interminable de coches subiendo por las eses de Suzuka o madrugar para ver a El Nano ganar al pie del Monte Fuji.

Y todo esto sucede hoy que se cumplen diez y siete años del Gran Premio de Brasil de 2008, una carrera que resume mi infancia en una hora y media. La sábana blanca ahora mismo refleja el adelantamiento de Kubica, y el de Vettel -- un chaval, entonces, con menos edad de la que yo tengo ahora --. «Vuelve a llover en Interlagos», recuerdo como si quien lo dijera estuviera a mi mismo lado. Parece que Hamilton va a perder el campeonato: Alonso y Räikkönen acaban segundo y tercero, respectivamente, cuarto pasa Vettel y nadie en mi casa se dio cuenta que Hamilton había adelantado a Glock. Las lágrimas de Massa, en el podio, fueron las mías, desconsoladas, frente a la tele. Todo en el mismo día en el que me di cuenta que nunca más iba a volver a tener siete años. Resulta imposible explicar la historia de mi vida, sin nombrar a la Fórmula 1 en el primer minuto -- aunque seguramente se pueda conseguir hablando muy despacio. Querida setentaycincoañera, a falta del último Gran Premio, en el circuito de Interlagos, precisamente, esta ha sido la temporada de nuestra reconciliación. Bendito momento aquel en el que mi padre, henchido de ilusión, dejó puesta una carrera de Fórmula 1 con la esperanza de que su hijo pequeño sintiera simpatía por los coches rápidos de colores que salían en la tele, y veinte años después quedara para ver un Gran Premio en México.



sábado, 11 de octubre de 2025

Mirar a los demás

Mi relación con el Levante es un pozo de dudas. De establecer un estudio comparativo con la setentaycincoañera, el Levante no ha hecho nada que despierte mi desagrado, cosa que acumula todavía más preguntas sin responder. Conocer la victoria de les barres blaugranes en el Carlos Tartiere desencadenó mi genuina alegría, como ya es habitual durante esta temporada, a pesar de destinar la hora y media que duró el partido a la siesta. Tengo un mensaje para la familia más supersticiosa de lectores: durante las dos únicas victorias del Levante esta campaña estaba empleándome a fondo en actividades relacionadas estrechamente con el descanso y sueño. La llamada telefónica de mi colega, constituyente de crimen en todos los países miembros de la Unión Europea, por ser sábado, y por ser diez minutos antes de las cuatro, no solo sirvió para tenerme al corriente de las peripecias del degà en el ático del fútbol español, sino que en ella también se me avisó que varios acudirían en breve a mi domicilio para seguir el resto de la jornada futbolera.

Quedaba menos de media hora para que empezara el partido del Valencia. Mi profunda animadversión para con ese equipo, lejos de ser un pozo de dudas, es el mar Mediterráneo completo, desde Tarifa hasta el Bósforo; desde ya hace muchos años me pregunto por qué, sin jamás haber alcanzado una respuesta convincente. Pero, pese a las dudas, tan real es una cosa como lo es la otra; y ahora mismo el Levante y el Valencia son las dos caras de la misma moneda. Con el partido avanzado, habiendo empate a un gol, estaba centrado en labores menores recluido en la cocina, cuando me giré y vi una falta a favor del Girona a punto de ser sacada y dije: «Va, que meten». Prefiero reservar para mi privacidad el acervo de improperios, no necesariamente conexos, como respuesta a la diana de Arnau, que paradójicamente envolvieron una celebración, entre nosotros, comedida. En aquel momento, la casa la poblaban solamente granotas; afortunadamente, era un espacio libre de xotos. Sin embargo, a juicio de uno de los habitantes del lugar, el Girona va a ser un rival directo del Levante hasta el final de temporada, entonces, a pesar de ser en detrimento del Valencia, lamentó que se avanzara en el partido porque: «lo que más nos conviene es que se dejen puntos».

Hasta donde llega mi interpretación, ver fútbol mejora cuando te sientes incluido en lo que ocurre, y tal es la distorsión que provoca que considero al fútbol y al Levante dos cuestiones radicalmente distintas. Habiendo jugado tu equipo a la misma hora de comer, y con toda la tarde por delante hasta meterte en la cama, resulta tentador elegir un bando al que apoyar mientras ves un anodino Mallorca - Real Betis. Sin embargo, volcarse a favor de un equipo a cambio de unos pocos puntos, en todo caso potenciales, y más si se trata del Valencia, me parece un planteamiento exagerado si se contempla la cantidad de cosas probables y desconocidas que pueden pasar: ¿Y si gracias a esta victoria Míchel aguanta cinco partidos más perdiendo en el banquillo?, ¿Y si cambian nuestros rivales directos para la última jornada?, ¿Y si nos plantamos en Fallas con nueve victorias? En la gran mayoría de los casos, la posición cosechada por un equipo está más relacionada con sus méritos que con los de los demás; en otras palabras, si, en contra de los deseos del dueño de este sucedáneo de portal web, el Levante pierde la categoría en primavera, antes será por culpa de no cerrar el pico en Mendizorroza, que por celebrar a base de insultos un gol de estrategia de unos pobres chicos catalanes contra las cabras de la Avenida Suecia.

En el corazón de estas diferencias entre las opiniones reside la total importancia que recae sobre los puntos obtenidos, y los objetivos, que me parece fuera de mesura. Ante la opción de pasar a ser el mejor equipo de la ciudad, o, no hace falta ser tan grandilocuentes, ante la posibilidad de que pierda el Valencia, desear que, en cambio, marquen gol para que así, en caso que nos juguemos la permanencia contra el Girona, tener la ventaja de que un día tonto a principios de octubre no sumaron puntos me parece un planteamiento aburrido y muy corto de miras. Ni el mayor pobre hombre pensó en los veinte y tres puntos acumulados, en la distancia con respecto al Racing de Santander y en la más de media permanencia ya conseguida cuando, con el estadio a reventar y a seis horas de ir a trabajar, con Sports Illustrated, el New York Times y Al Jazeera presentes para narrar el partido a todo el mundo, con la bandera del Levante ondeándose sobre la grada como primeros solo tres años después de rozar la puta desaparación, Rubén, a tomar por culo de la frontal del área, dejó el balón sobre el césped y le pegó «con todo lo que tenía porque era el momento para hacerlo». Viva la pasión, Rubén, y viva soltar un cañonazo en el último minuto.



lunes, 8 de septiembre de 2025

Piastri es un tío tranquilo

Oscar Piastri no tiene pinta de rayarse por la novia. En cambio, sí tiene pinta de pedir matrimonio, haciendo un esfuerzo, mientras lee en la palma de la mano una nota escrita con boli BIC, que se la ha pedido a ChatGPT. Por el bien de esa pareja, por el equilibrio emocional de esa pobre muchacha que cometió el error de enamorarse de una nevera -por lo fría que está siempre y siempre en el mismo sitio-, más conviene que sea ella quien le regale un reloj y le prometa amor eterno. Me puedo imaginar a Piastri contestando: «Sí.». Con mayúscula inicial, acento sobre la i y punto final. Sin una sonrisa, sin estirar la boca, no le pidas una lágrima. En 2023, recién llegado a la Fórmula 1, después de poner el paddock patas arriba en su primera visita a las curvas imposibles del ocho de Suzuka, mientras en esta casa estábamos alucinando con la segunda posición que se había sacado de la manga, le ponen un micro delante al muermazo de Piastri y suelta, acompañado de una leve mueca: «Feels great.». ¡La madre que te parió!

Cuando ayer, a cinco vueltas del final, McLaren estableció comunicación por radio con su monoplaza, para rectificar el error humano de un mecánico que, salvo que sea como mi primo australiano, no habrá pasado una buena noche, a Piastri no se le empezó a mover el pecho, no se le quedó la lengua seca, no oyó los latidos del corazón subirle por los oídos. Las cabezas pensantes de su equipo ya le arruinaron su primera victoria la temporada pasada [Todo un honor], y en su año de debut tampoco le trataron como a un igual. Pero Piastri es la definición de no decir una palabra más alta que la otra, Piastri es el resultado de clonar a Kimi Räikkönen, quitarle ese pelo rubio y ojos azules de sex symbol, e inyectarle toda la educación y modales que le faltan a Iceman; por cierto, Räikkönen es el último ganador con Ferrari -espera que la están peinando-. Oscar es el primer piloto más joven que yo en ganar un Gran Premio de Fórmula 1, un tío calmado, que desprende serenidad, y, quizás por eso, un tío que tanto admiro.

A la hora de los postres, con McLaren tejiendo la pantomima, Piastri elaboró un plan. Para él, seis puntos, los tres que perdió más los tres que Norris ganó, no son comparables con un campeonato. Evitar causar un torbellino en la balsa de aceite que es McLaren, y, yendo primero, le conviene que lo siga siendo, bien valen seis puntos. En pleno Drivers' Parade, por ejemplo, con todos los pilotos con la boca muy caliente, Leclerc, que presentía una victoria, se tuvo que contener para no insinuar más de lo debido, Alonso dijo que iba a sacar puntos, que no iba a abandonar, que iba a acabar la carrera, vamos, pero Piastri pidió una primera curva apacible y fácil. ¿Por qué luego no va a querer un final de temporada apacible y fácil?. Y al mismo tiempo, McLaren desatiende a la mayor promesa de la parrilla para la próxima década, que me la imagino fichando, como campeón del mundo, por Ferrari mientras suelta unos cuantos «Ciao a tutti, ragazzi» y deja a su antiguo equipo con Norris y Gasly, que pasaba por ahí, conduciendo el mejor coche. En este rincón del planeta, bañado por las olas del Mediterráneo, no hubiéramos dejado pasar ni a su puta madre, pero Piastri es un tío tranquilo, y va líder, y, como no es Fernando Alonso -jamás superaré 2012-, va a ganar el campeonato.