Desconozco el número de poemas amorosos que a lo largo de los siglos se han dedicado al libre albedrío y a su indetectable manera de anudar los acontecimientos pero, sea cual sea ese número incalculable, no me parece suficiente. Sé, al menos, que el libre albedrío ha traído al mundo a tantos hijos que para él resultaría directamente imposible recordar sus nombres. No es que recientemente haya conocido al más apuesto de sus hijos, no obstante, la historia echa andar, por ejemplo, mientras mantienes una llamada telefónica con tu prima. Y empieza quejándose porque no encuentra un lugar en donde vivir durante su próxima estancia lejos de casa. Yo no puedo asegurarle el alojamiento, pero sí puedo asegurarle una visita. Entro en la web de la compañía aerea más popular de todas a pesar de ser la que peor trata a su clientela. Busco un vuelo; después de mi cumpleaños, tal vez, antes de navidad, seguro. Al primer billete que consulto se le ha estimado un precio de veinte euros, la vuelta vale treinta. Ni comparo, tampoco espero a después de comer. Confío en el libre albedrío y sus imprevisibles designios.
Yo tenía en mente el empate a un gol. Y lo sabía, sabía que íbamos a quedar así desde el momento en que mi prima pidió un pronóstico mientras nos pertrechábamos para resistir el frío colonial en la habitación de la residencia. Lo sabía mientras esperábamos el tren. Lo sabía mientras íbamos en tren. Lo sabía al llegar al bar. Y lo sabía cuando el balón echó a rodar. Lo seguía sabiendo cuando solo una excelente parada de Neuer evitó el gol de Dani Olmo gracias a un disparo desde fuera del área: España había logrado trasladar la pelota por todas las zonas del campo hasta que se propició la oportunidad para que Dani soltara un derechazo. Ese mismo instinto que te hace pensar en el empate a uno, también te hace avisar del peligro a tu acompañante cuando cometimos la primera falta cerca del área de todo el partido. El gol de Rüdiger, sin embargo, fue anulado para mayor gloria de las Españas.
En el descanso hay quien ve caras de desasosiego o, quizás, quiera imaginárselas. Uno a uno, digo alzando ambos índices. Tranquilos, quedamos uno a uno, repito. A la hora de partido, Jordi Alba traslada al área un pase exacto que describe en su trayectoria la palabra gol y Álvaro Morata, que sabe leer perfectamente situaciones como aquellas, no tiene otra cosa mejor que culminar la jugada con un suave toque con el pie que despierta el elogio de hasta el ojo menos adiestrado. Calma, calma, digo una vez superada la euforia, uno a uno, chavales, uno a uno. El lumbreras que dejó la tele en silencio durante los himnos, necesitaba ahora escupir bilis por esa boca de alemán reprimido que lleva sin ver la luz del sol desde que era niño. "A la siguiente, os vais", nos amenaza. De repente, tengo ganas de ganar y suerte tuvo mi coleguita de que el disparo franco de Asensio con su pierna hábil se marchara fuera de la portería, de lo contrario, mi coleguita, no solo tendría que haber aguantado una derrota frente a un equipo de imberbes descarados que representan a un país de moros vagos pandereteros sino que, como buenos moros vagos pandereteros nos habríamos marchado del local y sin pagar. Aún así, el muy subnormal, tuvo un bocadito que llevarse a la boca con el gol del inevitable empate que, sin embargo, fue del todo insuficiente para calmar su interminable soberbia.
La selección española está formada, principalmente, por un grupo de habilidosos chiquitos, irreverentes y que no tienen el gusto de conocer el miedo. Atrevidos, valientes, quieren dejarse barba pero no todos pueden. Sus ataques, capaces de desconectar defensas con un solo movimiento, no tienen mayor gobierno que el de sus ideas alocadas, una sorpresa antecede a la siguiente y así hasta que Morata mete gol. Juegan al fútbol en nombre de su país pero no trabajan como futbolistas para su país. En España las cosas no se hacen como se han hecho toa la vida sino que se están inventando las nuevas formas de hacer las cosas. Todo liderado por tres señores mayores de treinta años dentro del campo con mucha mano izquierda y un entrenador que, a pesar de ser un borde, tiene a todo el grupo convencido. No tengo ni una sola prueba objetiva para probarlo pero Luis Enrique parece el típico profesor de instituto conflictivo que, sin embargo, a unido a todos sus alumnos entorno a sus clases y los chavales están como locos por aprender. Y los chicos le oyen y le creen. Luis tiene un secreto, un secreto que les ha contado a sus jugadores y que solo saben ellos: confiar en el libre albedrío para ganar la copa del mundo.