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martes, 29 de noviembre de 2022

Libre albedrío

Desconozco el número de poemas amorosos que a lo largo de los siglos se han dedicado al libre albedrío y a su indetectable manera de anudar los acontecimientos pero, sea cual sea ese número incalculable, no me parece suficiente. Sé, al menos, que el libre albedrío ha traído al mundo a tantos hijos que para él resultaría directamente imposible recordar sus nombres. No es que recientemente haya conocido al más apuesto de sus hijos, no obstante, la historia echa andar, por ejemplo, mientras mantienes una llamada telefónica con tu prima. Y empieza quejándose porque no encuentra un lugar en donde vivir durante su próxima estancia lejos de casa. Yo no puedo asegurarle el alojamiento, pero sí puedo asegurarle una visita. Entro en la web de la compañía aerea más popular de todas a pesar de ser la que peor trata a su clientela. Busco un vuelo; después de mi cumpleaños, tal vez, antes de navidad, seguro. Al primer billete que consulto se le ha estimado un precio de veinte euros, la vuelta vale treinta. Ni comparo, tampoco espero a después de comer. Confío en el libre albedrío y sus imprevisibles designios.

Meses después, cruzo el umbral de un garito que perfectamente podría haber pisado Wolfang Amadeus, con mesas de madera, luces naranjas y cuadros señoriales y una televisión de plasma que posiblemente no haya visto nunca una tan grande. Sorprende que, mirando fechas, la visita a mi prima y el mundial coincidan en el tiempo. Pero más improbable era que la única participación de la selección española durante ese periodo fuese un partido contra Alemania. En el garito, todo quisqui habla alemán; el idioma que, se supone, mi prima a ido aprender. El jefe de todos los camareros tiene un aspecto que solo puede relacionarse con una única nacionalidad, mira al mundo entero por encima de sus gafas con el borde dorado y piensa que todos los que estamos allí lo estamos haciendo mal, aunque no logro descifrar qué es lo que todos estamos haciendo mal. El muy gilipollas, por otra parte, es el único que puede tocar el mando de la tele gigante y se ha comido los himnos porque se le ha olvidado activar el sonido. Imbécil. La cámara pasa por delante de todos los futbolistas en completo silencio.

Yo tenía en mente el empate a un gol. Y lo sabía, sabía que íbamos a quedar así desde el momento en que mi prima pidió un pronóstico mientras nos pertrechábamos para resistir el frío colonial en la habitación de la residencia. Lo sabía mientras esperábamos el tren. Lo sabía mientras íbamos en tren. Lo sabía al llegar al bar. Y lo sabía cuando el balón echó a rodar. Lo seguía sabiendo cuando solo una excelente parada de Neuer evitó el gol de Dani Olmo gracias a un disparo desde fuera del área: España había logrado trasladar la pelota por todas las zonas del campo hasta que se propició la oportunidad para que Dani soltara un derechazo. Ese mismo instinto que te hace pensar en el empate a uno, también te hace avisar del peligro a tu acompañante cuando cometimos la primera falta cerca del área de todo el partido. El gol de Rüdiger, sin embargo, fue anulado para mayor gloria de las Españas.

En el descanso hay quien ve caras de desasosiego o, quizás, quiera imaginárselas. Uno a uno, digo alzando ambos índices. Tranquilos, quedamos uno a uno, repito. A la hora de partido, Jordi Alba traslada al área un pase exacto que describe en su trayectoria la palabra gol y Álvaro Morata, que sabe leer perfectamente situaciones como aquellas, no tiene otra cosa mejor que culminar la jugada con un suave toque con el pie que despierta el elogio de hasta el ojo menos adiestrado. Calma, calma, digo una vez superada la euforia, uno a uno, chavales, uno a uno. El lumbreras que dejó la tele en silencio durante los himnos, necesitaba ahora escupir bilis por esa boca de alemán reprimido que lleva sin ver la luz del sol desde que era niño. "A la siguiente, os vais", nos amenaza. De repente, tengo ganas de ganar y suerte tuvo mi coleguita de que el disparo franco de Asensio con su pierna hábil se marchara fuera de la portería, de lo contrario, mi coleguita, no solo tendría que haber aguantado una derrota frente a un equipo de imberbes descarados que representan a un país de moros vagos pandereteros sino que, como buenos moros vagos pandereteros nos habríamos marchado del local y sin pagar. Aún así, el muy subnormal, tuvo un bocadito que llevarse a la boca con el gol del inevitable empate que, sin embargo, fue del todo insuficiente para calmar su interminable soberbia.

La selección española está formada, principalmente, por un grupo de habilidosos chiquitos, irreverentes y que no tienen el gusto de conocer el miedo. Atrevidos, valientes, quieren dejarse barba pero no todos pueden. Sus ataques, capaces de desconectar defensas con un solo movimiento, no tienen mayor gobierno que el de sus ideas alocadas, una sorpresa antecede a la siguiente y así hasta que Morata mete gol. Juegan al fútbol en nombre de su país pero no trabajan como futbolistas para su país. En España las cosas no se hacen como se han hecho toa la vida sino que se están inventando las nuevas formas de hacer las cosas. Todo liderado por tres señores mayores de treinta años dentro del campo con mucha mano izquierda y un entrenador que, a pesar de ser un borde, tiene a todo el grupo convencido. No tengo ni una sola prueba objetiva para probarlo pero Luis Enrique parece el típico profesor de instituto conflictivo que, sin embargo, a unido a todos sus alumnos entorno a sus clases y los chavales están como locos por aprender. Y los chicos le oyen y le creen. Luis tiene un secreto, un secreto que les ha contado a sus jugadores y que solo saben ellos: confiar en el libre albedrío para ganar la copa del mundo.




domingo, 13 de noviembre de 2022

Repasito

Repasito, sí; cabe no confundir con despacito que es como conduce Hamilton los coches de Fórmula 1. Me atrevería a decir, incluso, que Hamilton es el típico flipao que va exageradamente rápido por la autopista, pero luego no sabe meter el coche en el garaje de casa de sus padres. Rapidito en la autopista, despacito en el circuito y torpón, torpón aparcando y torpón en cualquier otra cosa. Sin enredar el hilo que conduce este relato, el nieto de toda Gran Bretaña ha ganado su primera carrera de Fórmula 1. El chaval, no es, precisamente, lo més bonico del món pero para ser de las únicas islas con mal tiempo tiene un pase. Más de una abuela habrá en Peterborough que encuentre en George un parecido a su nieto y le despierte, de alguna manera, ternura esos ojos saltones. Mon cosí George es un tio que no anda justo de soberbia, dejando al margen su indudable aspecto físico, no es necesaria la banderita estrellada azul, roja y blanca cada vez que sale en la tele y, entre buena persona y Lewis Hamilton, está más cerca de lo segundo. Curiosamente, Luis también está más cerca del segundo. Dios los cría y ellos se juntan, los dos principales asalariados del equipo de Toto Wolff son de lo mejorcito del paddock. Pero a Rásel, en esta casa, todavía se le respeta; principalmente, por repasitos como el que hoy le ha calentado al siete veces campeón del mundo.

Hace menos de un mes, Fernando Alonso seguramente protagonizó una de las mejores carreras de las más de 350 que ha disputado. En México estaba dando un recital hasta que la mecánica francesa pasó de hacer sus típicos movimientos mecánicos a otros, cada vez más típicos, pero explosivos. Te venden un Renault cuando acaban las carreras: "Hablemos del motor", dicen. En Interlagos, Fernando también ha dado un repasito. Un repasito a Ocon, que ahora mismo parece Hamilton en 2008, y a su señor jefe, que prefirió a Ocon antes que a Alonso, a Piastri antes que a Alonso y a Gasly antes que Alonso. Con 41 años y una caja de cerillas con volante, Alonso está pilotando a un nivel que chavales en su justo punto de madurez no podrían alcanzar ni por una sola carrera. Si El Nano hubiera pilotado en el lugar de cierto heptacampeón, para empezar, Mercedes no hubiera tenido que esperar a la vigésimo primera y penúltima oportunidad de la temporada para que su piloto novato evitase un año en blanco con una máquina digna para ganar carreras.

Por un momento me planteo que la españolidad se me va a desbordar por los poros antes de que me dé cuenta, después pienso que tal vez ya haya impregnado a estas palabras de ese tan apetitoso sabor ibérico. Finalmente, pienso que, junto con mi coleguita mister consistencia, los dos representantes de la piel de toro en el paddock de la Fórmula 1 han puesto el mundillo patas arriba. Carlos Sainz, ayer sábado, le metió un hachazo a Magnussen, otro a Verstappen y otro al heptacampeón de los que te hacen pensar que en realidad estás viendo jugar a tu hermano con la play. Y hoy, a pesar de que el plástico que protege la visera del casco le ha descosido la estrategia, antes del Safety Car estaba peleando directamente por ser segundo y ha acabado la carrera holgadamente en posición de podio. Carlos ha vuelto al nivel de pilotaje que lo hizo fichar por Ferrari y ya lleva unos cuantos meses así.

Además, Magnussen es un rallao, Ricciardo es un motivao y Verstappen parece tonto, el mismo tonto de hace cuatro años. Son las diez: me piro a dormir.