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jueves, 29 de junio de 2023

Noche de carretera

La noche en la que Carlos conoció a Luis, Luis tenía 25 años y conducía a unos pocos kilómetros de distancia de Carlos. Bien entrada la madrugada, las líneas discontinuas de la carretera pasaban bajo el coche a una velocidad que impedía ser contadas. Los faros iluminaban las inmediaciones y solo un poco más allá. Los campos de color verde y ocre, que rodeaban la vía, ya estaban apagados y solo tenuemente iluminados cuando las nubes, que oscurecían la noche, lo permitían. Las montañas del fondo recortadas sobre el cielo añil a una tonalidad simplemente de convertirse en negro. La luz era blanca e intensa, concreta en un punto, por los retrovisores y roja y algo más difusa por la luna frontal. Tras ver vencer al Levante en Cartagena, ambos viajaban de vuelta a casa, hasta que sin previo aviso la rueda posterior del coche de Carlos falló; el vehículo viajaba zigzagueante por la calzada mientras Carlos ponía todos los medios por dominar el volante. Finalmente, a baja velocidad, el coche se arrastró por el guardarrail, arañando el costado del copiloto y crujiendo el cristal del faro delantero.

Luis, que tardó menos de un minuto en alcanzar a Carlos, detuvo el vehículo al instante al ver las luces de emergencia y el coche varado con su conductor de pie sobre el arcén. Carlos miraba la rueda cuando Luis bajó y con amabilidad preguntó: «¿Se encuentra bien?», Carlos, solo dos años más joven, sonrió y afirmó al tiempo que agradecía la preocupación. Se rascaba la cabeza mientras pensaba cómo explicarle al conductor recién llegado que no tenía ni la más mínima noción de cambiar una rueda. Pero cuando volvió Luis de visitar fugazmente su coche, lo hizo con un gato mecánico en una mano y un equipo de herramientas, con linterna, en la otra. «Descuide, caballero, en un momento le cambió la rueda». Justo tras ajustar la última tuerca Luis le extendió la mano anunciando su nombre. «Carlos», contestó. «Este contratiempo se lleva mejor con una victoria bajo el brazo, ¿no cree?», «Es usted también granota», «He visto la bufanda que guardaba sobre la bandeja del maletero». Charlaron un breve tiempo sobre los jugadores del equipo, la idea de la entrenador y las miras que tenía el club en el corto plazo hasta que interrumpió Luis con un ofrecimiento que cambió para siempre sus vidas: «En el coche tengo algunas bridas y cinta americana, no hace falta que llame a la grúa, sígame hasta mi casa, que vivo a 15 minutos, y mañana le reparan el coche. Un amigo que me debe favores tiene un taller en mi pueblo». Carlos aceptó, cortó cinta americana con los dientes, anudaron un par de bridas para mantener sujeto el parachoques y condujeron con tres faros alumbrando la carretera, Luis delante de Carlos, a poca distancia. Al llegar a casa, Carlos saludó a su novia que esperaba la llegada de Luis, despierta, mirando la tele. Luis les presentó, le explicó a su pareja el percance y, entre los dos, prepararon el sofá para que Carlos pudiera pasar la noche.

Al día siguiente, mientras Carlos desayunaba copiosamente, Luis fui a avisar al mecánico que revisó los desperfectos allí mismo. Pasaron el coche al taller y en cuestión de horas, el faro estaba sustituido y el parachoques y el resto del vehículo como antes del accidente. Carlos emprendió la hora de viaje hasta su casa, no sin antes colmar de elogios y parabienes al mecánico, a su pareja, pero en especial a Luis. Y mientras conducía pensó que sería una buena idea agradecérselo en el próximo partido del Levante con un aperitivo previo al encuentro.

A los seis días se vieron en un bar en los aledaños del estadio y Carlos y Luis encajaron como dos piezas de puzzle contiguas. El equipo no era la única coincidencia, pidieron la misma bebida por los mismos motivos, tenían una forma muy similiar de entender el mundo y la vida y su mutua compañía les reconfortaba el ánimo y les entretenía en grande. No necesitaron pactar verse al próximo partido. Un día, Luis invitó a Carlos pasar las fiestas de su pueblo con su familia y amigos. Se interesaba por él, le preguntaba por el trabajo, por el piso alquilado en el que vivía, por aquella chica que conoció un día y con la que festeó un tiempo, le tendió una mano cuando pasó por momentos familiares complicados. El día que Carlos cumplió 30 años, recibió un mensaje enigmático de su amigo Luis: que, si podía, se acercara a su casa que tenía una cosa importante que enseñarle. Cuando apareció Carlos en de casa Luis, este le dijo: «Hoy hace día de pillar una mochila e irnos por Europa a ver a ese grupo rockero que a tí y a mí nos mola, ¿no te parece? Pilla la cartera, pero llévate solo el DNI, del resto me encargo yo».

El día que Luis anunció que se casaba, a Carlos le costó contener las lágrimas que ascendían a sus ojos. Lloraba de alegría, lloraba por su amigo, por la felicidad que él sentiría. Acudió a la boda, como no podría ser de otra manera. Camisa, cinturón, chaqueta, zapatos, colonia, pañuelo y corbata. Carlos se prestó voluntario tras la comida, agarró el micrófono que se aguantaba sobre un pie cerca de la mesa principal y entonó un discurso en honor a su amigo Luis. Recordó aquel viaje a Cartagena, destacó su amabilidad y su altruismo en aquel momento, lo bien que ambos congeniaban, su calidad humana, su ejemplo, su naturalidad, su inquebrantable insistencia por ser buena persona y ayudar a quienes le rodean. Y esta vez quien no pudo contener las lágrimas ascendentes fue Luis que agradeció las palabras de su amigo primero con una mano sobre el pecho y luego con un abrazo eterno rodeado del ruido emitido por los aplausos de los presentes.

Una noche, mientras los párpados y la retina de Luis todavía conservaban el recuerdo de aquellas lágrimas vertidas por las palabras de su amigo Carlos, se acerco a él. «Carlos, por favor, necesito cinco euros. Estoy en un apuro. Son solo cinco euros. ¿Me los puedes dar?» Carlos no dudó ni un momento: «Pero, ¿estás bien?, -poniendo sobre la mano de Luis el billete de cinco euros-, ¿pasa algo?, ¿puedo ayudarte en algo más?, ¿tu familia bien?», «Sí, sí, está todo bien, son solo cinco euros, mañana te lo explico». Carlos apenas durmió esa noche, pensando en qué motivos podría tener un hombre como Luis para necesitar cinco euros con esa urgencia. Luis, mi amigo, al que tanto conozco, el que tanto me ha demostrado, con el que tanto he vivido. ¿Para qué querrá cinco euros? Al día siguiente, Carlos no tuvo señales de vida de Luis, tres días después Carlos se percató de que Luis había cortado todas las vías de comunicación con él. Se presentó en su pueblo, fue a su casa y estaba vacía. Los vecinos y amigos le aconsejaron no preguntar y Carlos volvió a su casa pensativo, contrariado, sin encontrar explicaciones sólidas. A día de hoy sigue sin saber nada de Luis.

La noche en la que Pedro conoció a Luis, Luis tenía 35 años y cinco euros en el bolsillo.

domingo, 18 de junio de 2023

Una promesa

No recuerdo con exactitud el minuto, porque no miré el marcador inmediatamente después, pero sí recuerdo vivamente que Vicente Iborra estaba dando un pase el círculo central. Era de noche y el partido ya llevaba un buen rato jugándose. Me pareció que el orgullo me iba a colmar por completo. Tuve el impulso de agarrar el escudo de mi camiseta y levantarlo al cielo. En el día más importante de la temporada, en el mayor «vida o muerte» que recuerdo, el Levante estaba siendo representado por once tios valientes y decididos, que jugaban al fútbol con determinación y que no les temblaba el pulso para atreverse. El cero a cero fue del todo circunstancial, en Orriols se vivió un inmenso partido de fútbol, de los que hacen afición, gracias a un equipo que necesitaba el gol y a otro que lo buscaba insistentemente sin necesitarlo. Sin embargo, el tanto no llegó y en el último minuto del partido, prórroga incluida, el Alavés gozó de un córner a su favor; tras un barullo inicial, Róber Pier, que a mi forma de ver jugó su mejor partido que le he visto, salió con el balón jugado hasta el centro del campo con la salvedad que, al principio, la pelota había chocado con su mano. El árbitro, el más cobarde de quienes pisaban el cesped, señaló el punto de penalti desde la lejanía y Femenías no acertó la intención de Villalibre.

Siendo tan frío que me expongo a ser directamente un capullo. El mayor problema del Levante, torpemente dirigido por Calleja, ha sido haber permitido que el ascenso dependiera de que no se pitase un penalti en el último minuto de la temporada. La evergadura del proyecto, la altura de los recursos a nuestro alcance no permiten la súplica inútil para que el disparo de Pepelu, justo antes del infausto toque con la mano de Róber, rebote en el larguero y entre a la portería. De los que yo he visto, este es el Levante al que más se le debía exigir y, sin embargo, es el que menos ha dado en proporción. Con o sin penalti, el ascenso del Levante habría sido injusto y, en absoluto, acorde a nuestros merecimientos. Encadenando malas decisiones, mal fútbol y, en general, un desesperante miedo a hacerlo mal hemos forzado la situación para que el ascenso acabara dependiendo de despejar un córner en el último minuto del último partido de la temporada, momento en el que la situación nos ha forzado a nosotros para rematar con el desenlace más cruel jamás imaginado.

Al ser de Levante, he visto más derrotas que victorias. He sentido más veces esta disgustada sensación que la euforia desbordante de la victoria. Me ha visitado tantas veces que la reconozco a la perfección; siempre es la misma. Si mi consciencia se pudiera trasladar al otro día de un partido del Levante, aunque solo durase un segundo, sería capaz de averiguar el resultado o, más precisamente, sería capaz de saber si perdimos o no. No obstante, con cada partido que pasa, con cada derrota que pasa, me cuesta más encontrar las diferencias entre perder y ganar, es decir, le empiezo a reconocer a la derrota un envolvente sabor amargo; como un canto de sirena que hechiza y no suelta. Mi abuelo, que eligió ser del Levante, supo a qué me refiero; mi padre, que le siguió sus pasos, también sabe a qué me refiero. Con el estadio casi vacío, un sentido caballero, unas filas más allá y la mirada brillante, quizás se sintió culpable de haber a arrastrado a sus hijos, ya mayores, ante tal circunstancia; pero reconoce y se indentifica con ese envolvente sabor amargo que curte, que endurece el ánimo, que forja un carácter valiente, aguerrido. Sentimientos que no se pueden atrapar y se escapan por la piel, sentimientos de pertenencia a un club, a un grupo reducido de individuos con corazones palpitantes y que se hacen más grandes en la derrota. Solo un alma de piedra puede haber estado presente y no prometerse ser del Levante hasta que terminen sus días.