El Levante es mi equipo, y lo puedo decir lleno de orgullo a pesar del resultado adverso que se dio anoche. Si se hubieran dedicado a hacer monadas o no les hubiera apetecido también seguiría siendo mi equipo y seguiría diciéndolo, pero tú ya me entiendes: soy del Levante y lo digo sin que solo dependa de mi fidelidad incondicional. Allende la decepción inherente a una derrota, el Levante anoche inspiró en mí una contradictoria sensación de satisfacción, que tampoco brota del optimismo ante la probable opción de ganar el próximo partido de jugar así -que por cierto, lo hay-. Mi agrado, camino hacia el coche, para con el equipo no iba en relación con las esperanzas depositadas en el próximo partido sino más bien con el partido que ya había pasado, con el hecho de que el equipo hubiera jugado un partido así. El de anoche, y además frente al Zaragoza, es el típico relato de dos episodios que se retomará en primavera cuando los aragoneses vengan a jugar a Valencia. ¿Qué granota no tendría ganas de revalidar una derrota tan ajustada como la de ayer?, ¿Qué mejor motivación podrá encontrar Calero para sus jugadores, entonces, que simplemente recordar el partido de anoche?
Qué diferentes fueron otros desplazamientos, en otras temporadas, con otros entrenadores, con mejores resultados y un botín de puntos indiscutiblemente mayor, pero con un juego apático y una sensación sosa abandonando el estadio. El Levante empezó durante los primeros quince minutos siendo sometido por el ataque del Zaragoza que se llevó premio al anotar el primer gol del partido de penalti. Acto seguido, con un juego fulgurante, el Levante que, a tenor del discurrir del encuentro, iba a encontrar el gol de un momento a otro, empató gracias a un tanto de José Luis Morales cuyo disparo, casi desde el suelo, acabó traspasando la línea de gol por unos pocos centímetros. En la segunda parte, pese a seguir disfrutando de un fútbol soberbio, ambos entrenadores ajustaron tácticamente a sus equipos, en especial Víctor Fernández, y el juego se redujo a la parte central del campo. Solo Iván Calero con un derechazo y Brugué que no llegó por poco, se encontraron con la meta rival. Hasta que a unos diez minutos del final el Zaragoza se aprovechó de un mal gesto técnico de Sergio Lozano y se llevó la victoria gracias a un disparo que chocó en el palo antes de entrar. Pero lo más importante de todo no es esto. Lo más importante tampoco es el recuerdo de vuelta en el coche de la pelota a punto de ser controlada por Sergio Lozano. El fútbol juega un papel secundario. Lo más importante es el viaje a Zaragoza, los perritos calientes del descanso, el cuerpo poniéndose del revés al verlos saltar al campo y, finalmente, estar satisfecho, orgulloso y sentirte identificado con tu equipo mientras estás meando el árbol de al lado de donde has aparcado el coche.

