Hace siete días, en la Ciudad de México, se estaba viviendo una carrera de Fórmula 1 académica. Al desmadre en la salida, como debe ser -- las procesiones y las filas de dos para semana santa --, le siguió un momento «derbi de demolición», en el que Verstappen y Hamilton prefirieron dar una vuelta al circuito por donde mejor les parecía, para mayor regocijo y divertimento del espectador promedio a los coches caros con pegatinas. Mientras tanto, de repente, Bearman, sin nadie saber cómo, se cuela tercero, y no lo pueden pasar; y justo por detrás Piastri necesita adelantar porque su primer título mundial se le estaba cayendo como quien conserva agua entre sus manos. Además, y esto es lo mínimo que se debe exigir en cualquier fin de semana, tres cuartas partes de la parrilla pensó que lo mejor era hacer dos paradas, pero el resto dijo: «¿Y si solo hago una?». A diez vueltas del final, se mascaba la hecatombe mientras Verstappen pegaba grandes mordiscos al segundo puesto y Piastri, después de una carrera olfateando diferentes cajas de cambios, estaba a punto de salvar el fin de semana terminando cuarto. Todo se va a decidir en la última vuelta, sin embargo, como el trueno que cae del cielo, se despliega el Virtual Safety Car, a causa de un incidente que ni sale, y los pilotos concluyen la carrera a lento ritmo pausado. A qué mala hora, hace años, mi padre, henchido de ilusión, dejó puesta una carrera de Fórmula 1 con la esperanza de que su hijo pequeño sintiera simpatía por los coches rápidos de colores que salían en la tele. ¿Qué hago viendo esto si, en realidad, no me gusta?
Desde entonces, desde el domingo pasado, los recuerdos de mi relación con la Fórmula 1 han ido recorriendo mi mente, una y otra vez, como Oliver Bearman dando setenta y una vueltas al Autodromo de los Hermanos Rodríguez; como si girasen dentro de un carrete y la luz proyectara mi memoria sobre una sábana blanca extendida. Se ve un anuncio de Telecinco, en tonos negros y naranjas, promocionando el Gran Premio de Bélgica en el circuito de «Spa Farcrochans», tal y como repetí incansablemente durante esa semana. Después aparece mi primer recuerdo: un podio intergaláctico de Kimi Räikkönen, que salía último, en el desierto de Sakhir; aunque también recuerdo, meses antes, ver romperse su suspensión en Nürburgring mientras iba primero en la última vuelta; y la botella de RedBull tan guay que tenía con el nudo en la pajita de plástico azul. El carrete sigue girando mostrando las manitas y los pajaritos de Alonso cuando ganaba con Renault, el rato a llorar que me eché con su abandono en la primera vuelta de la primera carrera en el Valencia Street Circuit y la mirada perdida en los Grandes Premios de Bélgica en 2010 y 2012. También el asombro que me causó el primer Gran Premio nocturno en Singapur o la tira interminable de coches subiendo por las eses de Suzuka o madrugar para ver a El Nano ganar al pie del Monte Fuji.
Y todo esto sucede hoy que se cumplen diez y siete años del Gran Premio de Brasil de 2008, una carrera que resume mi infancia en una hora y media. La sábana blanca ahora mismo refleja el adelantamiento de Kubica, y el de Vettel -- un chaval, entonces, con menos edad de la que yo tengo ahora --. «Vuelve a llover en Interlagos», recuerdo como si quien lo dijera estuviera a mi mismo lado. Parece que Hamilton va a perder el campeonato: Alonso y Räikkönen acaban segundo y tercero, respectivamente, cuarto pasa Vettel y nadie en mi casa se dio cuenta que Hamilton había adelantado a Glock. Las lágrimas de Massa, en el podio, fueron las mías, desconsoladas, frente a la tele. Todo en el mismo día en el que me di cuenta que nunca más iba a volver a tener siete años. Resulta imposible explicar la historia de mi vida, sin nombrar a la Fórmula 1 en el primer minuto -- aunque seguramente se pueda conseguir hablando muy despacio. Querida setentaycincoañera, a falta del último Gran Premio, en el circuito de Interlagos, precisamente, esta ha sido la temporada de nuestra reconciliación. Bendito momento aquel en el que mi padre, henchido de ilusión, dejó puesta una carrera de Fórmula 1 con la esperanza de que su hijo pequeño sintiera simpatía por los coches rápidos de colores que salían en la tele, y veinte años después quedara para ver un Gran Premio en México.
domingo, 2 de noviembre de 2025
sábado, 11 de octubre de 2025
Mirar a los demás
Mi relación con el Levante es un pozo de dudas. De establecer un estudio comparativo con la setentaycincoañera, el Levante no ha hecho nada que despierte mi desagrado, cosa que acumula todavía más preguntas sin responder. Conocer la victoria de les barres blaugranes en el Carlos Tartiere desencadenó mi genuina alegría, como ya es habitual durante esta temporada, a pesar de destinar la hora y media que duró el partido a la siesta. Tengo un mensaje para la familia más supersticiosa de lectores: durante las dos únicas victorias del Levante esta campaña estaba empleándome a fondo en actividades relacionadas estrechamente con el descanso y sueño. La llamada telefónica de mi colega, constituyente de crimen en todos los países miembros de la Unión Europea, por ser sábado, y por ser diez minutos antes de las cuatro, no solo sirvió para tenerme al corriente de las peripecias del degà en el ático del fútbol español, sino que en ella también se me avisó que varios acudirían en breve a mi domicilio para seguir el resto de la jornada futbolera.
Quedaba menos de media hora para que empezara el partido del Valencia. Mi profunda animadversión para con ese equipo, lejos de ser un pozo de dudas, es el mar Mediterráneo completo, desde Tarifa hasta el Bósforo; desde ya hace muchos años me pregunto por qué, sin jamás haber alcanzado una respuesta convincente. Pero, pese a las dudas, tan real es una cosa como lo es la otra; y ahora mismo el Levante y el Valencia son las dos caras de la misma moneda. Con el partido avanzado, habiendo empate a un gol, estaba centrado en labores menores recluido en la cocina, cuando me giré y vi una falta a favor del Girona a punto de ser sacada y dije: «Va, que meten». Prefiero reservar para mi privacidad el acervo de improperios, no necesariamente conexos, como respuesta a la diana de Arnau, que paradójicamente envolvieron una celebración, entre nosotros, comedida. En aquel momento, la casa la poblaban solamente granotas; afortunadamente, era un espacio libre de xotos. Sin embargo, a juicio de uno de los habitantes del lugar, el Girona va a ser un rival directo del Levante hasta el final de temporada, entonces, a pesar de ser en detrimento del Valencia, lamentó que se avanzara en el partido porque: «lo que más nos conviene es que se dejen puntos».
Hasta donde llega mi interpretación, ver fútbol mejora cuando te sientes incluido en lo que ocurre, y tal es la distorsión que provoca que considero al fútbol y al Levante dos cuestiones radicalmente distintas. Habiendo jugado tu equipo a la misma hora de comer, y con toda la tarde por delante hasta meterte en la cama, resulta tentador elegir un bando al que apoyar mientras ves un anodino Mallorca - Real Betis. Sin embargo, volcarse a favor de un equipo a cambio de unos pocos puntos, en todo caso potenciales, y más si se trata del Valencia, me parece un planteamiento exagerado si se contempla la cantidad de cosas probables y desconocidas que pueden pasar: ¿Y si gracias a esta victoria Míchel aguanta cinco partidos más perdiendo en el banquillo?, ¿Y si cambian nuestros rivales directos para la última jornada?, ¿Y si nos plantamos en Fallas con nueve victorias? En la gran mayoría de los casos, la posición cosechada por un equipo está más relacionada con sus méritos que con los de los demás; en otras palabras, si, en contra de los deseos del dueño de este sucedáneo de portal web, el Levante pierde la categoría en primavera, antes será por culpa de no cerrar el pico en Mendizorroza, que por celebrar a base de insultos un gol de estrategia de unos pobres chicos catalanes contra las cabras de la Avenida Suecia.
En el corazón de estas diferencias entre las opiniones reside la total importancia que recae sobre los puntos obtenidos, y los objetivos, que me parece fuera de mesura. Ante la opción de pasar a ser el mejor equipo de la ciudad, o, no hace falta ser tan grandilocuentes, ante la posibilidad de que pierda el Valencia, desear que, en cambio, marquen gol para que así, en caso que nos juguemos la permanencia contra el Girona, tener la ventaja de que un día tonto a principios de octubre no sumaron puntos me parece un planteamiento aburrido y muy corto de miras. Ni el mayor pobre hombre pensó en los veinte y tres puntos acumulados, en la distancia con respecto al Racing de Santander y en la más de media permanencia ya conseguida cuando, con el estadio a reventar y a seis horas de ir a trabajar, con Sports Illustrated, el New York Times y Al Jazeera presentes para narrar el partido a todo el mundo, con la bandera del Levante ondeándose sobre la grada como primeros solo tres años después de rozar la puta desaparación, Rubén, a tomar por culo de la frontal del área, dejó el balón sobre el césped y le pegó «con todo lo que tenía porque era el momento para hacerlo». Viva la pasión, Rubén, y viva soltar un cañonazo en el último minuto.
Quedaba menos de media hora para que empezara el partido del Valencia. Mi profunda animadversión para con ese equipo, lejos de ser un pozo de dudas, es el mar Mediterráneo completo, desde Tarifa hasta el Bósforo; desde ya hace muchos años me pregunto por qué, sin jamás haber alcanzado una respuesta convincente. Pero, pese a las dudas, tan real es una cosa como lo es la otra; y ahora mismo el Levante y el Valencia son las dos caras de la misma moneda. Con el partido avanzado, habiendo empate a un gol, estaba centrado en labores menores recluido en la cocina, cuando me giré y vi una falta a favor del Girona a punto de ser sacada y dije: «Va, que meten». Prefiero reservar para mi privacidad el acervo de improperios, no necesariamente conexos, como respuesta a la diana de Arnau, que paradójicamente envolvieron una celebración, entre nosotros, comedida. En aquel momento, la casa la poblaban solamente granotas; afortunadamente, era un espacio libre de xotos. Sin embargo, a juicio de uno de los habitantes del lugar, el Girona va a ser un rival directo del Levante hasta el final de temporada, entonces, a pesar de ser en detrimento del Valencia, lamentó que se avanzara en el partido porque: «lo que más nos conviene es que se dejen puntos».
Hasta donde llega mi interpretación, ver fútbol mejora cuando te sientes incluido en lo que ocurre, y tal es la distorsión que provoca que considero al fútbol y al Levante dos cuestiones radicalmente distintas. Habiendo jugado tu equipo a la misma hora de comer, y con toda la tarde por delante hasta meterte en la cama, resulta tentador elegir un bando al que apoyar mientras ves un anodino Mallorca - Real Betis. Sin embargo, volcarse a favor de un equipo a cambio de unos pocos puntos, en todo caso potenciales, y más si se trata del Valencia, me parece un planteamiento exagerado si se contempla la cantidad de cosas probables y desconocidas que pueden pasar: ¿Y si gracias a esta victoria Míchel aguanta cinco partidos más perdiendo en el banquillo?, ¿Y si cambian nuestros rivales directos para la última jornada?, ¿Y si nos plantamos en Fallas con nueve victorias? En la gran mayoría de los casos, la posición cosechada por un equipo está más relacionada con sus méritos que con los de los demás; en otras palabras, si, en contra de los deseos del dueño de este sucedáneo de portal web, el Levante pierde la categoría en primavera, antes será por culpa de no cerrar el pico en Mendizorroza, que por celebrar a base de insultos un gol de estrategia de unos pobres chicos catalanes contra las cabras de la Avenida Suecia.
En el corazón de estas diferencias entre las opiniones reside la total importancia que recae sobre los puntos obtenidos, y los objetivos, que me parece fuera de mesura. Ante la opción de pasar a ser el mejor equipo de la ciudad, o, no hace falta ser tan grandilocuentes, ante la posibilidad de que pierda el Valencia, desear que, en cambio, marquen gol para que así, en caso que nos juguemos la permanencia contra el Girona, tener la ventaja de que un día tonto a principios de octubre no sumaron puntos me parece un planteamiento aburrido y muy corto de miras. Ni el mayor pobre hombre pensó en los veinte y tres puntos acumulados, en la distancia con respecto al Racing de Santander y en la más de media permanencia ya conseguida cuando, con el estadio a reventar y a seis horas de ir a trabajar, con Sports Illustrated, el New York Times y Al Jazeera presentes para narrar el partido a todo el mundo, con la bandera del Levante ondeándose sobre la grada como primeros solo tres años después de rozar la puta desaparación, Rubén, a tomar por culo de la frontal del área, dejó el balón sobre el césped y le pegó «con todo lo que tenía porque era el momento para hacerlo». Viva la pasión, Rubén, y viva soltar un cañonazo en el último minuto.
lunes, 8 de septiembre de 2025
Piastri es un tío tranquilo
Oscar Piastri no tiene pinta de rayarse por la novia. En cambio, sí tiene pinta de pedir matrimonio, haciendo un esfuerzo, mientras lee en la palma de la mano una nota escrita con boli BIC, que se la ha pedido a ChatGPT. Por el bien de esa pareja, por el equilibrio emocional de esa pobre muchacha que cometió el error de enamorarse de una nevera -por lo fría que está siempre y siempre en el mismo sitio-, más conviene que sea ella quien le regale un reloj y le prometa amor eterno. Me puedo imaginar a Piastri contestando: «Sí.». Con mayúscula inicial, acento sobre la i y punto final. Sin una sonrisa, sin estirar la boca, no le pidas una lágrima. En 2023, recién llegado a la Fórmula 1, después de poner el paddock patas arriba en su primera visita a las curvas imposibles del ocho de Suzuka, mientras en esta casa estábamos alucinando con la segunda posición que se había sacado de la manga, le ponen un micro delante al muermazo de Piastri y suelta, acompañado de una leve mueca: «Feels great.». ¡La madre que te parió!
Cuando ayer, a cinco vueltas del final, McLaren estableció comunicación por radio con su monoplaza, para rectificar el error humano de un mecánico que, salvo que sea como mi primo australiano, no habrá pasado una buena noche, a Piastri no se le empezó a mover el pecho, no se le quedó la lengua seca, no oyó los latidos del corazón subirle por los oídos. Las cabezas pensantes de su equipo ya le arruinaron su primera victoria la temporada pasada [Todo un honor], y en su año de debut tampoco le trataron como a un igual. Pero Piastri es la definición de no decir una palabra más alta que la otra, Piastri es el resultado de clonar a Kimi Räikkönen, quitarle ese pelo rubio y ojos azules de sex symbol, e inyectarle toda la educación y modales que le faltan a Iceman; por cierto, Räikkönen es el último ganador con Ferrari -espera que la están peinando-. Oscar es el primer piloto más joven que yo en ganar un Gran Premio de Fórmula 1, un tío calmado, que desprende serenidad, y, quizás por eso, un tío que tanto admiro.
A la hora de los postres, con McLaren tejiendo la pantomima, Piastri elaboró un plan. Para él, seis puntos, los tres que perdió más los tres que Norris ganó, no son comparables con un campeonato. Evitar causar un torbellino en la balsa de aceite que es McLaren, y, yendo primero, le conviene que lo siga siendo, bien valen seis puntos. En pleno Drivers' Parade, por ejemplo, con todos los pilotos con la boca muy caliente, Leclerc, que presentía una victoria, se tuvo que contener para no insinuar más de lo debido, Alonso dijo que iba a sacar puntos, que no iba a abandonar, que iba a acabar la carrera, vamos, pero Piastri pidió una primera curva apacible y fácil. ¿Por qué luego no va a querer un final de temporada apacible y fácil?. Y al mismo tiempo, McLaren desatiende a la mayor promesa de la parrilla para la próxima década, que me la imagino fichando, como campeón del mundo, por Ferrari mientras suelta unos cuantos «Ciao a tutti, ragazzi» y deja a su antiguo equipo con Norris y Gasly, que pasaba por ahí, conduciendo el mejor coche. En este rincón del planeta, bañado por las olas del Mediterráneo, no hubiéramos dejado pasar ni a
lunes, 1 de septiembre de 2025
Las sombras
Estas serán las tardes que recordaré en invierno, cuando el campeonato de Fórmula 1 haya terminado, y eche de menos las carreras. Y ésta empieza a ser una sensación habitual tras el cierre de los Grandes Premios, para mayor prosperidad de mi relación con la setentaycincoañera que, para los interesados, sigue en vias de reconciliación. No es casualidad que suceda en el epílogo de la gira europea. Recuerdo cuando mi relación volvió a pender de un hilo tras el insulso Gran Premio de Baréin y me pregunto qué hubiera pasado de apuntarme a los Grandes Premios de Arabia Saudí y Miami. Este domingo, durante la misma vuelta de calentamiento, con un plano aéreo emitido por la maltrecha tele eslovaca que me regaló mi hermano, no pude evitar que se me escapase un "Joder, ¡vaya circuito!", y esto es justo lo que quiero cuando veo una carrera de Fórmula 1. Un circuito con peraltes imposibles, sin espacio para las rectas entre la primera y la última curva, en el que cada cámara onboard haya sea una joya.
Acabo la carrera contento, mirando a la Fórmula 1 con los ojos entornados, despidiendo amor, con la cabeza dulcemente apoyada sobre el puño de la mano; y todo a pesar de la oportunidad desperdiciada en un Gran Premio que ninguno de los Ferrari ha acabado, en el que los dos Mercedes iban tocados y en el que a Norris el coche le ha dejado tirado; todo a pesar del meteórico podio de Hadjar y del instinto felino de Albon para acabar quinto en cualquier circunstancia. En definitiva, contento a pesar de la sombra que persigue al automovilismo español desde, que sé yo, la invención misma de la rueda, es decir, desde el fatal accidente en la Mille Miglia del marqués de Portago, primer podio patrio en la Fórmula 1. Que fuese un motivao, capaz de, por ejemplo, volar una avioneta por debajo de un puente para ganar una apuesta, no tiene nada que ver; que dos talentos descomunales al volante se estén jugando la carrera deportiva contra taxistas y pilotando coches que parecen la furgoneta de reparto de Mercadona, tampoco tiene que ver con que esta sombra se haya encariñado con nosotros y no pase a incordiar, por citar dos nacionalidades puramente al azar, a franceses o ingleses. Si, en el hungaroring, llega a ser Hadjar el quinto, y no Alonso, nadie duda que los dos McLaren se hubieran chocado entre ellos en la última vuelta. ¿Qué hay más satisfactorio que echarle la culpa a la mala suerte?, te lo digo yo: hacerlo con razón, y, en esta casa, estamos muy satisfechos desde ayer por la tarde.
Si bien mis gustos encajan mejor con carreras más pausadas, y no me llevo demasiado bien con los golpes de guion que suelta el Safety Car, sí debo reconocer que fue una muy buena carrera. El circuito, causa principal del espectáculo de ayer, acompañaba, el ver dos accidentes retransmitidos en directo siempre suma mucho y el que también entre en el directo el mejor adelantamiento de la temporada, además entre Leclerc y Russell, los dos mejores pilotos de este año solo por detrás de Verstappen, lo convierte en un Gran Premio memorable. Cuando solo quedan tres carreras para que termine mi calendario particular [Doble calendario, Detrás de la nariz], vuelvo a sentir nostalgia, al fin, porque la temporada se acaba. Ay, querida setentaycincoañera, en ocasiones, tengo el impulso de perdonar todos tus pecados e iniciar una nueva vida. Pero luego hago balance, y que lo haga no te conviene, y recuerdo que la parrilla, antes de empezar la carrera, parece el puerto deportivo de Dènia, con monoplazas que tienen eslora y no batalla, recuerdo las carreras sprint, el desagradable zumbido de los motores, a Pirelli como único suministrador, que no sancionen a Lawson, que sí sancionen a Carlos y que solo me has dejado un Gran Premio en Zandvoort antes de que una obra prefabricada de cemento y hormigón ocupe su lugar... y entonces prometo dejar de verte... pero siempre después de la siguente carrera.
Acabo la carrera contento, mirando a la Fórmula 1 con los ojos entornados, despidiendo amor, con la cabeza dulcemente apoyada sobre el puño de la mano; y todo a pesar de la oportunidad desperdiciada en un Gran Premio que ninguno de los Ferrari ha acabado, en el que los dos Mercedes iban tocados y en el que a Norris el coche le ha dejado tirado; todo a pesar del meteórico podio de Hadjar y del instinto felino de Albon para acabar quinto en cualquier circunstancia. En definitiva, contento a pesar de la sombra que persigue al automovilismo español desde, que sé yo, la invención misma de la rueda, es decir, desde el fatal accidente en la Mille Miglia del marqués de Portago, primer podio patrio en la Fórmula 1. Que fuese un motivao, capaz de, por ejemplo, volar una avioneta por debajo de un puente para ganar una apuesta, no tiene nada que ver; que dos talentos descomunales al volante se estén jugando la carrera deportiva contra taxistas y pilotando coches que parecen la furgoneta de reparto de Mercadona, tampoco tiene que ver con que esta sombra se haya encariñado con nosotros y no pase a incordiar, por citar dos nacionalidades puramente al azar, a franceses o ingleses. Si, en el hungaroring, llega a ser Hadjar el quinto, y no Alonso, nadie duda que los dos McLaren se hubieran chocado entre ellos en la última vuelta. ¿Qué hay más satisfactorio que echarle la culpa a la mala suerte?, te lo digo yo: hacerlo con razón, y, en esta casa, estamos muy satisfechos desde ayer por la tarde.
Si bien mis gustos encajan mejor con carreras más pausadas, y no me llevo demasiado bien con los golpes de guion que suelta el Safety Car, sí debo reconocer que fue una muy buena carrera. El circuito, causa principal del espectáculo de ayer, acompañaba, el ver dos accidentes retransmitidos en directo siempre suma mucho y el que también entre en el directo el mejor adelantamiento de la temporada, además entre Leclerc y Russell, los dos mejores pilotos de este año solo por detrás de Verstappen, lo convierte en un Gran Premio memorable. Cuando solo quedan tres carreras para que termine mi calendario particular [Doble calendario, Detrás de la nariz], vuelvo a sentir nostalgia, al fin, porque la temporada se acaba. Ay, querida setentaycincoañera, en ocasiones, tengo el impulso de perdonar todos tus pecados e iniciar una nueva vida. Pero luego hago balance, y que lo haga no te conviene, y recuerdo que la parrilla, antes de empezar la carrera, parece el puerto deportivo de Dènia, con monoplazas que tienen eslora y no batalla, recuerdo las carreras sprint, el desagradable zumbido de los motores, a Pirelli como único suministrador, que no sancionen a Lawson, que sí sancionen a Carlos y que solo me has dejado un Gran Premio en Zandvoort antes de que una obra prefabricada de cemento y hormigón ocupe su lugar... y entonces prometo dejar de verte... pero siempre después de la siguente carrera.
lunes, 4 de agosto de 2025
Detrás de la nariz
El Hungaroring es, en mitad de un inconfundible paisaje de Europa del Este, apartado de la ciudad de Budapest, el circuito que menos similitudes guarda con los de la nueva generación, empotrados a base de martillazos en la costa o en centros urbanos, rodeados de más asfalto o muros de hormigón y, especialmente, sin alma; poderosa razón por la que he incluido este Gran Premio entre los que me gusta, como parte del calendario que he ido confeccionando, paralelo al de la Fórmula 1. Ningún jeque, envuelto en su túnica, ni ningún empresario MAGA, sin escrúpulos pero con traje y gafas de sol caras, piensa en el Hungaroring cuando negocia su fin de semana en la Fórmula 1, y eso me gusta. Además, su segundo y tercer sector, que no permite engranar la quinta marcha, dota al circuito de la tan esquiva personalidad y, aunque parezca un kartódromo y no brinde opciones de adelantamiento, tiene cabida en un calendario que debe reunir todos los diferentes estilos de circuito, de Monza a Mónaco, colaborando con el más importante propósito del campeonato que es destilar al mejor coche y al mejor piloto del mundo.
Como si los adelantamientos fueran la base del entretenimiento de la Fórmula 1. El viernes por la tarde, durante los entrenamientos libres, en los que no hay adelantamientos, tuvo lugar el mejor momento del fin de semana. Mientras todos los pilotos mejoraban el tiempo que habían hecho por la mañana en dos o tres décimas, Stroll, que lideró la clasificación provisionalmente, rodó casi un segundo más rápido; Alonso, recluido en el garaje hasta unos minutos después, salió y repitió el tiempo de Stroll dejando a Aston Martin tercero y quinto para gloria y regocijo del aficionado promedio a los coches rápidos con pegatinas en esta piel de toro extendida. Sumando el suave descenso del rendimiento de Mercedes junto a los malos entrenamientos de Red Bull, de repente, asumiendo el doblete de McLaren, solo Leclerc tenía más opciones de podio que Alonso: una sensación muy agradable que no abandonó el corazón de los alonsistas durante el viernes por la noche y el sábado por la mañana, hasta que George Russell bordó su vuelta en la última ronda clasificatoria y arrebató el cuarto puesto a España entera. El tricampeonato sería lo mejor que le ha pasado a este país.
Con dos tercios de la carrera superados, Leclerc arriesga su pole position conseguida el sábado contra pronóstico pasando por boxes para seguir una estrategia de dos paradas. Piastri y Russell hacen lo mismo y Norris se convierte en el máximo beneficiado, ganando la carrera previa defensa de la primera posición en las últimas vueltas, con un planteamiento a una sola parada, que me parecía, desde la comodidad del sofá y el silencio del televisor, el más lógico. Bortoleto queda sexto detrás de Alonso, Verstappen perdido en novena posición detrás de Lawson y Hamilton decimosegundo mientras su compañero había rozado la victoria. La Fórmula 1, en la que la posición es un estatus, en estado puro. El fin de semana termina con unas declaraciones de Fernando Alonso a los medios de comunicación, feliz como yo, pero por su quinto puesto; dice que espera correr la misma suerte en tres o cuatro carreras más de las diez que quedan. Mi relación con la setentaycincoañera sufre altos y bajos contínuamente, me lleva del enfado a la euforia con mucha facilidad, pero lo que me resulta más frustrante es lo cerca que estamos de ser grandes amigos y su férreo empeño en que no lo seamos. Monza, Holanda, México, Brasil y que se acabe esto ya en octubre.
Como si los adelantamientos fueran la base del entretenimiento de la Fórmula 1. El viernes por la tarde, durante los entrenamientos libres, en los que no hay adelantamientos, tuvo lugar el mejor momento del fin de semana. Mientras todos los pilotos mejoraban el tiempo que habían hecho por la mañana en dos o tres décimas, Stroll, que lideró la clasificación provisionalmente, rodó casi un segundo más rápido; Alonso, recluido en el garaje hasta unos minutos después, salió y repitió el tiempo de Stroll dejando a Aston Martin tercero y quinto para gloria y regocijo del aficionado promedio a los coches rápidos con pegatinas en esta piel de toro extendida. Sumando el suave descenso del rendimiento de Mercedes junto a los malos entrenamientos de Red Bull, de repente, asumiendo el doblete de McLaren, solo Leclerc tenía más opciones de podio que Alonso: una sensación muy agradable que no abandonó el corazón de los alonsistas durante el viernes por la noche y el sábado por la mañana, hasta que George Russell bordó su vuelta en la última ronda clasificatoria y arrebató el cuarto puesto a España entera. El tricampeonato sería lo mejor que le ha pasado a este país.
Con dos tercios de la carrera superados, Leclerc arriesga su pole position conseguida el sábado contra pronóstico pasando por boxes para seguir una estrategia de dos paradas. Piastri y Russell hacen lo mismo y Norris se convierte en el máximo beneficiado, ganando la carrera previa defensa de la primera posición en las últimas vueltas, con un planteamiento a una sola parada, que me parecía, desde la comodidad del sofá y el silencio del televisor, el más lógico. Bortoleto queda sexto detrás de Alonso, Verstappen perdido en novena posición detrás de Lawson y Hamilton decimosegundo mientras su compañero había rozado la victoria. La Fórmula 1, en la que la posición es un estatus, en estado puro. El fin de semana termina con unas declaraciones de Fernando Alonso a los medios de comunicación, feliz como yo, pero por su quinto puesto; dice que espera correr la misma suerte en tres o cuatro carreras más de las diez que quedan. Mi relación con la setentaycincoañera sufre altos y bajos contínuamente, me lleva del enfado a la euforia con mucha facilidad, pero lo que me resulta más frustrante es lo cerca que estamos de ser grandes amigos y su férreo empeño en que no lo seamos. Monza, Holanda, México, Brasil y que se acabe esto ya en octubre.
sábado, 26 de julio de 2025
Manual para ver una crono sprint
Hace más años de los que quiero reconocer, la Fórmula 1 se sacó de la manga el
formato de Gran Premio sprint que, no por novedoso, ha estado lejos de
ser santo de mi devoción. Sobre el papel, leyendo la noticia hipervitaminada de
Will Buxton en la página web de la Fórmula 1, ya tenía muy mala pinta y la
carrera inaugural en el circuito de Silverstone sirvió para confirmar sospechas,
a pesar de esas primeras vueltas de Fernando Alonso que parecía haberse tragado
la estrella del Mario Kart. Fue la última que vi.
Hasta ahora he guardado una postura extremadamente destructiva con respecto a los Grandes Premios con formato sprint, postura que retomaré a la mayor brevedad en cuanto termine este manual, sin embargo, a la crono de ayer, acudí con la voluntad de tender puentes, de aliviar mi sufrimiento buscando sus recónditos aspectos positivos. Recojo esta breve investigación, de apenas los minutos que se prolongó la sesión, en este manual formado por los tres puntos que siguen:
El asturiano más rápido del planeta ha sido el piloto que más ha verbalizado lo prescindible de esta pantomima. Es muy importante asumir que lo que viene no es una clasificación y sí son unos entrenamientos libres; este planteamiento es la base del presente manual. Cuanto ocurra a continuación no pertenece, ni se asemeja, a una sesión cronometrada en regla. Da igual lo que grite Lobato, da igual lo que susurre Toni Cucurella -con la melena ensortijada recogida por una goma-, da igual que la FOM diga «Driver at risk»: son unos entrenamientos libres, en los que, como habitualmente, el espectador vislumbra el orden de monoplazas y pilotos que habrá en la crono del sábado, la buena.
Por mucho que sea la hora: paciencia. Hay que empezar a ver esta crono sprint media hora después de que arranque. Llegado ese momento, aparta el móvil, mételo en la nevera, escóndelo, apágalo, lee, barre, sal a la calle a que te dé el aire, y cuando pase media hora ya enciendes la tele. De esta manera podrás saltar los tiempos de espera entre las tres rondas, así como el mamoneo que se forma a la salida del pit lane, alcanzando una leve sensación de continuidad, de cochecitos moviéndose sin interrupciones, que simule unos entrenamientos libres, piedra angular del presente manual.
Sé que puedes estar pensando que estos entrenamientos libres son una castaña, y no seré yo quien reste un ápice de razón a ese pensamiento, pero hay que saber ver más allá. Te han quitado unos entrenamientos libres de una hora y los han cambiado por unos que duran seis minutos -el tiempo de tres vueltas rápidas-, un tercio de la parrilla no ha podido ni llegar a la mitad de la sesión, sientes que estás perdiendo el tiempo, y es normal; pero en estos momentos de turbamiento, es indispensable pensar que con veinte y cuatro putas carreras al año, el viernes que viene vas a tener los entrenamientos libres que te mereces, propósito fundamental del presente manual.
Hasta ahora he guardado una postura extremadamente destructiva con respecto a los Grandes Premios con formato sprint, postura que retomaré a la mayor brevedad en cuanto termine este manual, sin embargo, a la crono de ayer, acudí con la voluntad de tender puentes, de aliviar mi sufrimiento buscando sus recónditos aspectos positivos. Recojo esta breve investigación, de apenas los minutos que se prolongó la sesión, en este manual formado por los tres puntos que siguen:
1. Haz como El Nano.
El asturiano más rápido del planeta ha sido el piloto que más ha verbalizado lo prescindible de esta pantomima. Es muy importante asumir que lo que viene no es una clasificación y sí son unos entrenamientos libres; este planteamiento es la base del presente manual. Cuanto ocurra a continuación no pertenece, ni se asemeja, a una sesión cronometrada en regla. Da igual lo que grite Lobato, da igual lo que susurre Toni Cucurella -con la melena ensortijada recogida por una goma-, da igual que la FOM diga «Driver at risk»: son unos entrenamientos libres, en los que, como habitualmente, el espectador vislumbra el orden de monoplazas y pilotos que habrá en la crono del sábado, la buena.
2. Paciencia.
Por mucho que sea la hora: paciencia. Hay que empezar a ver esta crono sprint media hora después de que arranque. Llegado ese momento, aparta el móvil, mételo en la nevera, escóndelo, apágalo, lee, barre, sal a la calle a que te dé el aire, y cuando pase media hora ya enciendes la tele. De esta manera podrás saltar los tiempos de espera entre las tres rondas, así como el mamoneo que se forma a la salida del pit lane, alcanzando una leve sensación de continuidad, de cochecitos moviéndose sin interrupciones, que simule unos entrenamientos libres, piedra angular del presente manual.
3. Visión a largo plazo.
Sé que puedes estar pensando que estos entrenamientos libres son una castaña, y no seré yo quien reste un ápice de razón a ese pensamiento, pero hay que saber ver más allá. Te han quitado unos entrenamientos libres de una hora y los han cambiado por unos que duran seis minutos -el tiempo de tres vueltas rápidas-, un tercio de la parrilla no ha podido ni llegar a la mitad de la sesión, sientes que estás perdiendo el tiempo, y es normal; pero en estos momentos de turbamiento, es indispensable pensar que con veinte y cuatro putas carreras al año, el viernes que viene vas a tener los entrenamientos libres que te mereces, propósito fundamental del presente manual.
lunes, 23 de junio de 2025
Sobre la voluntariedad
El Mirandés, que un segundo antes de que todo cambiara lideraba la eliminatoria por dos a cero y estaba a punto de pitarse el descanso, jugará la temporada que viene en la categoría de plata del fútbol español fruto de una acción desafortunada. La historia del balompié no completa una página sin que el infortunio se cebe con una de sus partes, sin embargo, a diferencia de estos momentos inolvidables, que marcan época -el resbalón de Gerrard, el penalti de Terry, ¿qué le pasa a los ingleses con caerse al suelo?, o la no-parada de Neuer en el Bernabéu-, este, el de la noche del sábado, no tiene que ver ni con las aptitudes técnicas, ni con la organización táctica, ni con las condiciones físicas. A un metro del cabezazo, sin oportunidad para reaccionar, el balón, que llevaba marchamo de gol, impactó en la mano de Alberto Reina, capitán del Mirandés, Cazorla posó el balón sobre el punto de penalti y puso la eliminatoria patas arriba, para alegria del Carlos Tartiere sumido en el fervor de una promoción cada vez más cercana.
Sé, o intuyo, más exactamente, lo que dice la norma respecto de esta infracción y sé, o intuyo, que está bien arbitrada. En mi ánimo no está discutir sobre cuestiones que no admiten interpretación, sino que busco advertir que el reglamento no cumple su razón de ser: ser justo. Bajo mi punto de vista, la acción no debió ser castigada con penalti porque Reina no tiene la intención de jugar el balón; y esa es la respuesta fundamental: la intención, la voluntariedad. Todos los toques con la mano deberían permitirse, y ser responsabilidad del árbitro juzgar su voluntariedad. Me puedo imaginar, ahora mismo, a Reina, to rallao, mientras piensa en qué hizo mal; podría pensar en que llegó tarde, en que empujó con demasiada fuerza, pero no lo hace porque, y un reglamento justo no debería darle cabida, no sabe en qué ha fallado. Al margen del importantísimo impacto económico que un ascenso hubiera tenido en el club y los contratos que sus futbolistas ya no van a firmar, el Mirandés perdió el sábado su mejor oportunidad, quién sabe si la única, para competir entre los mejores veinte equipos del país y sus jugadores, aún rindiendo a un nivel soberbio, deberán encontrar otro camino con el que llegar a la élite por culpa de un reglamento que es injusto. Esa es la gravedad de la situación.
Los contínuos bandazos normativos de un tiempo a esta parte, especialmente en lo tocante a las manos, no obstante, han permitido consolidar dos conceptos, por absurdos que me parezcan: «la posición natural» medida en «la distancia de las manos al cuerpo». Para empezar, ¿posición natural con respecto a qué?, ¿con respecto a estar sentado viendo el partido en la grada?, porque no se me ocurre ninguna posición, por extraña que sea, que no se pueda dar en el devenir del juego -Umar T-Rex Sadiq en Vallecas-. Del mismo modo, por el simple hecho de estar jugando, la distancia que puede haber entre manos y cuerpo en un salto, en una carrera, puede ser tener los brazos algo estirados o muy estirados, pero nunca totalmente pegados al cuerpo. La posición de Reina no solo me parece natural, sino que cualquier otra posición, incluyendo cruzar los brazos sobre el pecho como una momia, sí me parecería extraña.
En unos días se cumplirá un año del partido de cuartos de final de la Eurocopa contra Alemania. El avezado lector de este sucedáneo de portal web sabrá de, o imaginará, mis reservas con que un árbitro nos ayude, sin embargo, no siento el más leve resquemor por aquel toque con la mano no castigado, y no por el enérgico y vengativo «que se jodan», sino porque estoy plenamente convencido que la acción no era merecedora de penalti. Afortunadamente el inglés calvito que llevaba el silbato aquella tarde no quiso pasar por la maraña de apéndices y artículos del reglamento, asumió que en el campo habían cuarenta y cuatro brazos moviéndose como extremidades de un cuerpo, ocupando un sitio, y dejó que el fútbol siguiera su cauce habitual. Hace un año no tuve la oportunidad de escribir sobre la jugada, lamentablemente. Minutos después, a pase de Dani Olmo, alargando un poco más su suspenso en el aire, Mikel Merino anotó el glorioso tanto de la victoria. Me pregunto si esa postura sería calificada como natural, o si, en cambio, simplemente es un jugador que, voluntariamente, tuerce su cuerpo con esfuerzo para conseguir un gol de bandera.
Sé, o intuyo, más exactamente, lo que dice la norma respecto de esta infracción y sé, o intuyo, que está bien arbitrada. En mi ánimo no está discutir sobre cuestiones que no admiten interpretación, sino que busco advertir que el reglamento no cumple su razón de ser: ser justo. Bajo mi punto de vista, la acción no debió ser castigada con penalti porque Reina no tiene la intención de jugar el balón; y esa es la respuesta fundamental: la intención, la voluntariedad. Todos los toques con la mano deberían permitirse, y ser responsabilidad del árbitro juzgar su voluntariedad. Me puedo imaginar, ahora mismo, a Reina, to rallao, mientras piensa en qué hizo mal; podría pensar en que llegó tarde, en que empujó con demasiada fuerza, pero no lo hace porque, y un reglamento justo no debería darle cabida, no sabe en qué ha fallado. Al margen del importantísimo impacto económico que un ascenso hubiera tenido en el club y los contratos que sus futbolistas ya no van a firmar, el Mirandés perdió el sábado su mejor oportunidad, quién sabe si la única, para competir entre los mejores veinte equipos del país y sus jugadores, aún rindiendo a un nivel soberbio, deberán encontrar otro camino con el que llegar a la élite por culpa de un reglamento que es injusto. Esa es la gravedad de la situación.
Los contínuos bandazos normativos de un tiempo a esta parte, especialmente en lo tocante a las manos, no obstante, han permitido consolidar dos conceptos, por absurdos que me parezcan: «la posición natural» medida en «la distancia de las manos al cuerpo». Para empezar, ¿posición natural con respecto a qué?, ¿con respecto a estar sentado viendo el partido en la grada?, porque no se me ocurre ninguna posición, por extraña que sea, que no se pueda dar en el devenir del juego -Umar T-Rex Sadiq en Vallecas-. Del mismo modo, por el simple hecho de estar jugando, la distancia que puede haber entre manos y cuerpo en un salto, en una carrera, puede ser tener los brazos algo estirados o muy estirados, pero nunca totalmente pegados al cuerpo. La posición de Reina no solo me parece natural, sino que cualquier otra posición, incluyendo cruzar los brazos sobre el pecho como una momia, sí me parecería extraña.
En unos días se cumplirá un año del partido de cuartos de final de la Eurocopa contra Alemania. El avezado lector de este sucedáneo de portal web sabrá de, o imaginará, mis reservas con que un árbitro nos ayude, sin embargo, no siento el más leve resquemor por aquel toque con la mano no castigado, y no por el enérgico y vengativo «que se jodan», sino porque estoy plenamente convencido que la acción no era merecedora de penalti. Afortunadamente el inglés calvito que llevaba el silbato aquella tarde no quiso pasar por la maraña de apéndices y artículos del reglamento, asumió que en el campo habían cuarenta y cuatro brazos moviéndose como extremidades de un cuerpo, ocupando un sitio, y dejó que el fútbol siguiera su cauce habitual. Hace un año no tuve la oportunidad de escribir sobre la jugada, lamentablemente. Minutos después, a pase de Dani Olmo, alargando un poco más su suspenso en el aire, Mikel Merino anotó el glorioso tanto de la victoria. Me pregunto si esa postura sería calificada como natural, o si, en cambio, simplemente es un jugador que, voluntariamente, tuerce su cuerpo con esfuerzo para conseguir un gol de bandera.
sábado, 7 de junio de 2025
Objetivo conseguido
Por mucho que Primera División sea una destilada selección de los mejores equipos del país, solo hay cuatro posibles posiciones, y no veinte como cabría esperar. Al acabar una temporada un equipo puede: ganar la liga, clasificarse para una competición europea, perder la categoría o nada. Y las diferentes graduaciones, dentro de esos cuatro grandes grupos, se difuminan tanto que se podrían otorgar las posiciones ex-aequo. Aficionados se despreocupan por seguir a equipos que «no compiten por nada» o que «están de vacaciones»; entrenadores justifican, sin mucha convicción, la incidencia que tiene esos últimos partidos en una posible mejoría de las condiciones de sus contratos -que no sé que es peor si no competir por nada o competir por dinero-; y mientras LaLiga, junto y con dos mayúsculas, aprovecha la coyuntura y, en la última jornada, separa los partidos «sin nada en juego» para ordeñar, como una vaca, las tetas de la competición, que cada vez tienen menos leche y son más largas.
Quizás esté exigiendo demasiado a un grupo de xavales extenuados a causa un contínuo esfuerzo físico durante 10 meses y en una época en la que lo mejor para pasar la tarde es agua fresquita, brisa marina y una sombra, pero, por otro lado, hasta los entiendo. Lo tienen dentro de su cabeza. Se ha distorsionado tanto la realidad, se ha exagerado tanto la consecución de objetivos que el puñetero éxito depende de un sí o un no: ¿has ganado la liga?, ¿has entrado en Europa? o ¿has bajado a Segunda? Seguidores, entrenadores, futbolistas, directivos y periodistas se agarran a este sí o no con firmeza añadiendo, siempre que pueden, «que al final es lo que importa». Perdona, ¿puedes repetirme qué has dicho qué es lo que importa? Muchos equipos se volverían locos de alegría con la idea de marcharse a casa después de conseguir el objetivo, de no ser porque nunca se sabe si tu siguiente rival todavía no ha conseguido el suyo y, claro, para jugar se necesitan dos equipos.
El reparto de puntos al término de un partido es un convenio acogido por todos los aficionados al balompié para no aburrirse cuando venga el Celta de Vigo (Cabezonería), pero afortunadamente no solo es eso sino que además marca tu status dentro de la competición. En esencia, el prestigio del equipo que juega contra ti el sábado que viene se mide en los puntos que ha sacado en esta y en otras temporadas, en cómo ha rendido ante otros rivales. Sin embargo, a nadie parece importarle ese prestigio cuando queda un mes, vas undécimo y Las Palmas y el Valladolid se han desplomado en la clasificación. Nadie parece entender que más allá de la prima por seguir o no en Primera, por entrar o no en la Conference League, hay un sentido de transcendencia, una ambición por ser mejor jugador, por ser mejor equipo, por conseguir sesenta puntos, en lugar de cincuenta.
Soy un friqui, a estas alturas, avezado lector de este sucedáneo de por tal web, ni si quiera tengo la necesidad de reconocerlo: ojalá llegue agosto y Calero, entrenador del Levante, equipo que llevo en el corazón, plante sus brazos de legionario en rueda de prensa y al primer mindundi que le pregunte por el putísimo objetivo responda: «Si quieres un predict: mínimo vamos a hacer 35 puntos, llegaremos a los 40 y aspiramos conseguir 45, con 11 victorias y 12 empates. Pero déjate de tonterías, aquí hemos venido a jugar bien a fútbol, a ser cada año mejor equipo y a ganar en Mestalla».
Quizás esté exigiendo demasiado a un grupo de xavales extenuados a causa un contínuo esfuerzo físico durante 10 meses y en una época en la que lo mejor para pasar la tarde es agua fresquita, brisa marina y una sombra, pero, por otro lado, hasta los entiendo. Lo tienen dentro de su cabeza. Se ha distorsionado tanto la realidad, se ha exagerado tanto la consecución de objetivos que el puñetero éxito depende de un sí o un no: ¿has ganado la liga?, ¿has entrado en Europa? o ¿has bajado a Segunda? Seguidores, entrenadores, futbolistas, directivos y periodistas se agarran a este sí o no con firmeza añadiendo, siempre que pueden, «que al final es lo que importa». Perdona, ¿puedes repetirme qué has dicho qué es lo que importa? Muchos equipos se volverían locos de alegría con la idea de marcharse a casa después de conseguir el objetivo, de no ser porque nunca se sabe si tu siguiente rival todavía no ha conseguido el suyo y, claro, para jugar se necesitan dos equipos.
El reparto de puntos al término de un partido es un convenio acogido por todos los aficionados al balompié para no aburrirse cuando venga el Celta de Vigo (Cabezonería), pero afortunadamente no solo es eso sino que además marca tu status dentro de la competición. En esencia, el prestigio del equipo que juega contra ti el sábado que viene se mide en los puntos que ha sacado en esta y en otras temporadas, en cómo ha rendido ante otros rivales. Sin embargo, a nadie parece importarle ese prestigio cuando queda un mes, vas undécimo y Las Palmas y el Valladolid se han desplomado en la clasificación. Nadie parece entender que más allá de la prima por seguir o no en Primera, por entrar o no en la Conference League, hay un sentido de transcendencia, una ambición por ser mejor jugador, por ser mejor equipo, por conseguir sesenta puntos, en lugar de cincuenta.
Soy un friqui, a estas alturas, avezado lector de este sucedáneo de por tal web, ni si quiera tengo la necesidad de reconocerlo: ojalá llegue agosto y Calero, entrenador del Levante, equipo que llevo en el corazón, plante sus brazos de legionario en rueda de prensa y al primer mindundi que le pregunte por el putísimo objetivo responda: «Si quieres un predict: mínimo vamos a hacer 35 puntos, llegaremos a los 40 y aspiramos conseguir 45, con 11 victorias y 12 empates. Pero déjate de tonterías, aquí hemos venido a jugar bien a fútbol, a ser cada año mejor equipo y a ganar en Mestalla».
viernes, 30 de mayo de 2025
Mónaco, con o sin acento
El Gran Premio de Mónaco cumple todos los estereotipos de la Fórmula 1. Que el avezado lector no se confunda, que el extendido uso despectivo de «estereotipo» no le lleve a equívoco. Todos los estereotipos de la Fórmula 1 están en el origen de mi afición, dicho de otra forma, lo que me gusta de la Fórmula 1 son sus estereotipos. De no ser por Albert Park, en Melbourne, y la Isla de Notre Dame, en Montreal, las calles de Montecarlo es mi lugar preferido en el calendario de la Fórmula 1. La escena, como en Australia y Canadá, es sublime: la línea de edificios de apartamentos proyectando su sombra sobre el circuito, el putísimo mar Mediterráneo, los barcos perfectamente alineados o yendo y viniendo, los coches corriendo por el paseo marítimo, el túnel, etc. Pero además, capta el significado de la Fórmula 1. Quien no haya visto nunca una carrera, quien no sepa quien es Alonso, Schumacher o Senna, quien duda si aceleran con los pies o desde el volante, conoce la Fórmula 1 gracias a Mónaco -y a Ferrari-.
Pocos son los Grandes Premios en los que estoy deseando que empiecen solo para ver imágenes del circuito. La retransmisión por televisión, uno de los principales alicientes de este fin de semana de carreras, sigue dejando mucho que desear, pero el material grabado es tan bueno que cubre cualquier carencia. Unos entrenamientos visualmente abrumadores precedieron a una qualy constantemente interrumpida por el absurdo formato de rondas clasificatorias y a una carrera en la que no se pudo competir, y no me refiero al número de adelantamientos. Cada vez que veo un SUV eléctrico enchufable por la calle me tengo que contener para no tirarle piedras henchido de rabia y frustración. Por su culpa, por la voluntad de tener un coche así de grande, y por la voluntad de fabricarlo, desde hace unos años, los Fórmula 1 más se parecen a una carroza en la cabalgata de los Reyes Magos que a un kart de alquiler con alerones y un motor totalmente fuera de proporción empujando.
Lo primero que aparece en el imaginario colectivo cada vez que se nombra a la Fórmula 1 es la velocidad y el lujo, el avance de la técnica y la mecánica y la exclusividad de un mundo destinado a la élite, el riesgo de llevar un coche que vale millones y esos niños ricos conduciendo demasiado rápido, la competición y el glamour, palabra que aprendí viendo la Fórmula 1. Sin embargo, el paso de los años ha ido deteriorando exactamente la mitad de estas ideas que evoca la Fórmula 1. Me niego a pensar que esto sea algo común a todas las generaciones y que todas añoren la Fórmula 1 de su infancia. Las decisiones tomadas en los últimos años han ahogado el escalofriante sonido de los motores, han mermado la propia competición y han desacelerado el avance de la técnica y la mecánica, cada vez más limitada. Sin embargo, lo que sigue vigente, y no ha perdido ni una décima de segundo, es la distinción, la pompa, las gafas de sol caras, la opulencia y la apariencia, las personalidades y el puto glamour.
Pocos son los Grandes Premios en los que estoy deseando que empiecen solo para ver imágenes del circuito. La retransmisión por televisión, uno de los principales alicientes de este fin de semana de carreras, sigue dejando mucho que desear, pero el material grabado es tan bueno que cubre cualquier carencia. Unos entrenamientos visualmente abrumadores precedieron a una qualy constantemente interrumpida por el absurdo formato de rondas clasificatorias y a una carrera en la que no se pudo competir, y no me refiero al número de adelantamientos. Cada vez que veo un SUV eléctrico enchufable por la calle me tengo que contener para no tirarle piedras henchido de rabia y frustración. Por su culpa, por la voluntad de tener un coche así de grande, y por la voluntad de fabricarlo, desde hace unos años, los Fórmula 1 más se parecen a una carroza en la cabalgata de los Reyes Magos que a un kart de alquiler con alerones y un motor totalmente fuera de proporción empujando.
Lo primero que aparece en el imaginario colectivo cada vez que se nombra a la Fórmula 1 es la velocidad y el lujo, el avance de la técnica y la mecánica y la exclusividad de un mundo destinado a la élite, el riesgo de llevar un coche que vale millones y esos niños ricos conduciendo demasiado rápido, la competición y el glamour, palabra que aprendí viendo la Fórmula 1. Sin embargo, el paso de los años ha ido deteriorando exactamente la mitad de estas ideas que evoca la Fórmula 1. Me niego a pensar que esto sea algo común a todas las generaciones y que todas añoren la Fórmula 1 de su infancia. Las decisiones tomadas en los últimos años han ahogado el escalofriante sonido de los motores, han mermado la propia competición y han desacelerado el avance de la técnica y la mecánica, cada vez más limitada. Sin embargo, lo que sigue vigente, y no ha perdido ni una décima de segundo, es la distinción, la pompa, las gafas de sol caras, la opulencia y la apariencia, las personalidades y el puto glamour.
domingo, 25 de mayo de 2025
No sabes lo que he visto
Desde hace varios años le doy clase de matemáticas a un xaval, pero sigo sin saber a qué hora come. Siempre que quiere clase me dice de hacerla a las doce y media, a las dos -a las 02:00h, me dice- o, como la de ayer, a la una -la 01:00h para él-. «Es que yo no como a las dos», añade como si no lo supiera. «Pero si te viene mal, me dices otra hora y me aguanto y punto», aclara siempre. Pero nunca propone directamente una hora que me venga bien, pájaro, si no que depende de mí que se aguante o no. Su actividad favorita, solo por detrás de comer a las once o a las seis y cuarto, lo desconozco, es memorizar las soluciones por delante de razonar los planteamientos. Durante mis explicaciones, prefiere mirar al infinito a través de la ventana, no me cuesta nada imaginármelo ahora mismo. Después, con el ejercicio resuelto prácticamente por mi cuenta, retiene la información, como agua entre las manos, y al sábado siguiente por poco recuerda que fui a su casa.
Ayer, a dos pasos de las tres y media, caminaba bordeando el Parque de Benicalap, al lado de mi casa. Siempre he sentido curiosidad por acudir a algún partido de los que se juega en ese parque. Fútbol de verdad: sin cámaras, sin multipropiedades, ni fondos de inversión, sin el Fantasy, ni las putas apuestas y sin el Internet, la línea fija y móvil, el teléfono pagado a plazos, la contratación posterior del paquete de canales y los 130€ mensuales para acabar viéndolo desde tu casa y con la tele silenciada porque la narración, a cargo de un pobre xaval y un ex-futbolista incapaz de encadenar una docena de palabras, es insoportable. Desde el comedor de mi casa se oye el silbato del árbitro, la protesta del público y jugadores, la celebración de los goles, las instrucciones de los entrenadores y, en función del vigor con el que el balón haya sido impactado, el golpeo de la pelota. Que no haya ido ya a ver un partido es simplemente una anomalía.
Si el horario del partido es un baremo del status de los jugadores, hay que ser malo para jugar un sábado a las tres. Sin dejar de caminar, veía, a través de la valla metálica, a un fatigado grupo de treintañeros cuarentones sudar y rebuznar como caballos, no sumando entre todos la densidad capilar del número 10 de los visitantes: nido de vencejos sobre la cabeza, degradado, pantalón corto subido para lucir cuádriceps y cinta adhesiva alrededor de los tobillos. Si no fuera por la ausencia de tatuajes, injertos capilares -estrictamente derivado de la ausencia de dinero- y abdominales, es decir, si solo me fijase en la película que llevaban todos, me parecía estar viendo un partido de Primera División. Actuaban y se movían como si les estuvieran grabando. En el campo y los banquillos habían más personas en las gradas hasta el punto que, lejos de cumplirse el ratio de un acompañante por cada jugador, a penas había cinco jugadores por cada solo acompañante.
Se señala una falta justo a la misma altura por donde estaba caminando. Hay una regla no escrita que todo seguidor del balompié conoce: si estás pasando al lado de un partido y se pita falta cerca del área o hay córner, te paras a ver cómo acaba, salvo que vayas conduciendo y haya otro coche detrás de ti más o menos cerca. El número 10 de los visitantes se elige de barrera para hacer como que salta. Habrá balón al área. Pero antes de poner la pelota en movimiento, el 9 de los visitantes, el Club de Fútbol Albuixech, que para mi profunda decepción no protestaban en valenciano, alerta al árbitro entre sentidos aspavientos que el delantero del Benicalap «ha hecho para» pegarle. Yo no lo vi, pero me lo creo. Mientras el capitán se queja del aburrimiento, el árbitro invita a ambos a comportarse como es debido y, ante la absurda discusión que se monta, amenaza con la expulsión del terreno de juego.
Por fin se lanza la falta, pero algo ha sucedido dentro del área. Un defensa del Albuixech, que no es quien ha puesto en conocimiento del árbitro el intento de agresión de cierto futbolista, se para delante de este último y lo tira al suelo con un caderazo de los de siempre, de los de toda la vida, con el propósito de que se le vaya quitando las ganas y de ir por el campo queriendo soltar hostias. El árbitro, un buen señor, cansado ya de todo, que suda y le brilla la calva, con una barriga matemáticamente perfecta, una esfera redonda toda ella, ha pitado un penalti que es indiscutible. El capitán ahora ya no se lamenta del aburrimiento sino de lo «boludos que somos». Albuixech protesta y cuando reina el silencio, el entrenador avanza hasta la posición en la que me encuentro, casi a la altura del punto de penalti, y protesta también: «Árbitro, árbitro, -por fin le mira- ¿dos penaltis?, ¿nos has pitado dos penaltis?». El panzudo colegiado le mira sin saber qué decir mientras apunta en su tarjeta amarilla.
Como si esto siguiera siendo un partido de Primera División. Un jugador del Benicalap se mueve con sigilo a un lateral del área por poder alcanzar un posible rechace libre de marca. Otro compañero se queda con el balón en las manos para evitar que los rivales puedan perturbar con sus comentarios al verdadero lanzador, que es un hombre por supuesto calvo, bajito, con pinta de jugón, sus amigos del barrio dicen de él que habría llegado lejos de no ser por la mala vida. Toma una carrera de tres-cuatro pasos que termina con un golpeo suave, introduciendo el pie entre el césped y la pelota: ha tirado a lo Panenka. Mientras el balón vuela hacia la portería, un compañero ya le está recriminando: «No, Dario, no». Finalmente, rebota en el larguero y describe una parábola perfecta en dirección, de nuevo, a nuestro jugón que se prepara para rematar a gol. Los rivales gritan para que les oiga el árbitro: «No le puede volver a dar -repiten-, ¡no le puede volver a dar!», a lo que el jugón contesta dejándola pasar para que un compañero, rodeado de dos defensas, corriendo como un demonio, reviente el balón y lo mande varios metros por encima de la portería. El portero decide retrasar el saque de puerta para animar a los suyos: «Dale, muchachos, ¡ahora es cuando lo ganamos!».
Andando aceleradamente hasta casa, pienso en apuntar lo que ha pasado para no memorizarlo cada vez que lo rememore, sino simplemente razonar que debí dejarlo escrito por algún sitio.
Ayer, a dos pasos de las tres y media, caminaba bordeando el Parque de Benicalap, al lado de mi casa. Siempre he sentido curiosidad por acudir a algún partido de los que se juega en ese parque. Fútbol de verdad: sin cámaras, sin multipropiedades, ni fondos de inversión, sin el Fantasy, ni las putas apuestas y sin el Internet, la línea fija y móvil, el teléfono pagado a plazos, la contratación posterior del paquete de canales y los 130€ mensuales para acabar viéndolo desde tu casa y con la tele silenciada porque la narración, a cargo de un pobre xaval y un ex-futbolista incapaz de encadenar una docena de palabras, es insoportable. Desde el comedor de mi casa se oye el silbato del árbitro, la protesta del público y jugadores, la celebración de los goles, las instrucciones de los entrenadores y, en función del vigor con el que el balón haya sido impactado, el golpeo de la pelota. Que no haya ido ya a ver un partido es simplemente una anomalía.
Si el horario del partido es un baremo del status de los jugadores, hay que ser malo para jugar un sábado a las tres. Sin dejar de caminar, veía, a través de la valla metálica, a un fatigado grupo de treintañeros cuarentones sudar y rebuznar como caballos, no sumando entre todos la densidad capilar del número 10 de los visitantes: nido de vencejos sobre la cabeza, degradado, pantalón corto subido para lucir cuádriceps y cinta adhesiva alrededor de los tobillos. Si no fuera por la ausencia de tatuajes, injertos capilares -estrictamente derivado de la ausencia de dinero- y abdominales, es decir, si solo me fijase en la película que llevaban todos, me parecía estar viendo un partido de Primera División. Actuaban y se movían como si les estuvieran grabando. En el campo y los banquillos habían más personas en las gradas hasta el punto que, lejos de cumplirse el ratio de un acompañante por cada jugador, a penas había cinco jugadores por cada solo acompañante.
Se señala una falta justo a la misma altura por donde estaba caminando. Hay una regla no escrita que todo seguidor del balompié conoce: si estás pasando al lado de un partido y se pita falta cerca del área o hay córner, te paras a ver cómo acaba, salvo que vayas conduciendo y haya otro coche detrás de ti más o menos cerca. El número 10 de los visitantes se elige de barrera para hacer como que salta. Habrá balón al área. Pero antes de poner la pelota en movimiento, el 9 de los visitantes, el Club de Fútbol Albuixech, que para mi profunda decepción no protestaban en valenciano, alerta al árbitro entre sentidos aspavientos que el delantero del Benicalap «ha hecho para» pegarle. Yo no lo vi, pero me lo creo. Mientras el capitán se queja del aburrimiento, el árbitro invita a ambos a comportarse como es debido y, ante la absurda discusión que se monta, amenaza con la expulsión del terreno de juego.
Por fin se lanza la falta, pero algo ha sucedido dentro del área. Un defensa del Albuixech, que no es quien ha puesto en conocimiento del árbitro el intento de agresión de cierto futbolista, se para delante de este último y lo tira al suelo con un caderazo de los de siempre, de los de toda la vida, con el propósito de que se le vaya quitando las ganas y de ir por el campo queriendo soltar hostias. El árbitro, un buen señor, cansado ya de todo, que suda y le brilla la calva, con una barriga matemáticamente perfecta, una esfera redonda toda ella, ha pitado un penalti que es indiscutible. El capitán ahora ya no se lamenta del aburrimiento sino de lo «boludos que somos». Albuixech protesta y cuando reina el silencio, el entrenador avanza hasta la posición en la que me encuentro, casi a la altura del punto de penalti, y protesta también: «Árbitro, árbitro, -por fin le mira- ¿dos penaltis?, ¿nos has pitado dos penaltis?». El panzudo colegiado le mira sin saber qué decir mientras apunta en su tarjeta amarilla.
Como si esto siguiera siendo un partido de Primera División. Un jugador del Benicalap se mueve con sigilo a un lateral del área por poder alcanzar un posible rechace libre de marca. Otro compañero se queda con el balón en las manos para evitar que los rivales puedan perturbar con sus comentarios al verdadero lanzador, que es un hombre por supuesto calvo, bajito, con pinta de jugón, sus amigos del barrio dicen de él que habría llegado lejos de no ser por la mala vida. Toma una carrera de tres-cuatro pasos que termina con un golpeo suave, introduciendo el pie entre el césped y la pelota: ha tirado a lo Panenka. Mientras el balón vuela hacia la portería, un compañero ya le está recriminando: «No, Dario, no». Finalmente, rebota en el larguero y describe una parábola perfecta en dirección, de nuevo, a nuestro jugón que se prepara para rematar a gol. Los rivales gritan para que les oiga el árbitro: «No le puede volver a dar -repiten-, ¡no le puede volver a dar!», a lo que el jugón contesta dejándola pasar para que un compañero, rodeado de dos defensas, corriendo como un demonio, reviente el balón y lo mande varios metros por encima de la portería. El portero decide retrasar el saque de puerta para animar a los suyos: «Dale, muchachos, ¡ahora es cuando lo ganamos!».
Andando aceleradamente hasta casa, pienso en apuntar lo que ha pasado para no memorizarlo cada vez que lo rememore, sino simplemente razonar que debí dejarlo escrito por algún sitio.
martes, 20 de mayo de 2025
Doble calendario
Tras ver desfilar a mis dudas y fobias, en una ordenada marcha funebre de sesudas razones y velados argumentos, durante el Gran Premio de Bahréin y las sesiones al sprint del Gran Premio de China, tomé la decisión de obviar y hacer como si no existieran los insoportables Grandes Premios de Arabia Saudí y Maiami, y no puedo sentirme más conforme. Esta temporada en la Fórmula 1 hay dos calendarios: el que ha organizado la Fórmula 1 y el que a mí mejor me parezca. El jueves, pasado un mes desde mi último fin de semana de cochecitos caros y con pegatinas, rebosaba ilusión, me sentía impaciente, de hecho, viendo a Gabriel Bortoletto retorciendo el hierro que tiene por coche en las dos últimas curvas del circuito me arrepentí de otras carreras, en otras temporadas, en Ímola que me perdí por agotarme sí viendo Grandes Premios insoportables. Pero lo mejor es, acabado todo, que no veo la hora de que arranque el fin de semana el viernes en las calles de Montecarlo.
Antes de que te des cuenta, Tsunoda revienta el coche en la crono del sábado, luego Colapinto estampa el auto y la bandera roja pilla a El Nano clasificado; no se celebra, pero casi. Ya en la Q2, su primera vuelta es esperanzadora, sin embargo, tras el paso por los boxes, ves de reojo que Aston Martin ha puesto medios, «no puede ser, tío, ya la han vuelto a liar». La segunda vuelta del resto de pilotos ha dejado a los dos Aston Martin provisionalmente eliminados, pero Stroll tiene otros planes: se cuela sexto, para sorpresa de todos, y a cinco segundos de su estela viene Alonso. Fernando, no me jodas; el asturiano más rápido del planeta, coronado rey del viento, mejora el tiempo de su compañero por pocas centésimas, clasificándose para la siguiente ronda, mientras el aficionado promedio a los cochecitos en esta piel de toro extendida rueda enajenado en una charca de fervor y jolgorio, como cochino en el barro. El día que Alonso consiga el tricampeonato, España será dos veces campeona del mundo, la primera fue con el gol de Iniesta. Una vuelta discreta, en la definitiva Q3, precedió a una que fue un disparate, valiéndole el quinto constitucional a Fernando Alonso. No hay posición en la que se haya clasificado más veces, 41 con la última.
La Fórmula 1 se parece menos a una procesión de Semana Santa de lo que me gustaría reconocer. Después de una salida tranquila, Leclerc leyó perfectamente la estrategia y anticipó su parada permitiéndole adelantar a todos hasta el cuarto -incluido a Alonso-. Unos pocos siguieron la táctica de Leclerc -incluido a Alonso-, momento en el que Sainz adelantó a Fernando aprovechando, muy probablemente, que los frenos del asturiano estaban ardiendo. El Nano iba decimoquinto o decimosexto, pero todo se decidiría tras un inminente paso por el pit lane. La tensión crecía con el paso de las vueltas, pero se esfumó en un parpadeo cuando Ocon abandonó y la FIA sacó el Virtual Safety Car. Eso perjudicó a unos cuantos -incluido Alonso-, a mí el primero, que, decepcionado, dediqué el resto de la carrera a comer. En la lista de perjudicados por este golpe de teatro figuran: Leclerc, Sainz y Alonso -y yo-; en la de beneficiados: Albon, Verstappen y Hamilton. Verdaderamente sorprendente. La mala suerte no es genética, (o sí).
Antes de que te des cuenta, Tsunoda revienta el coche en la crono del sábado, luego Colapinto estampa el auto y la bandera roja pilla a El Nano clasificado; no se celebra, pero casi. Ya en la Q2, su primera vuelta es esperanzadora, sin embargo, tras el paso por los boxes, ves de reojo que Aston Martin ha puesto medios, «no puede ser, tío, ya la han vuelto a liar». La segunda vuelta del resto de pilotos ha dejado a los dos Aston Martin provisionalmente eliminados, pero Stroll tiene otros planes: se cuela sexto, para sorpresa de todos, y a cinco segundos de su estela viene Alonso. Fernando, no me jodas; el asturiano más rápido del planeta, coronado rey del viento, mejora el tiempo de su compañero por pocas centésimas, clasificándose para la siguiente ronda, mientras el aficionado promedio a los cochecitos en esta piel de toro extendida rueda enajenado en una charca de fervor y jolgorio, como cochino en el barro. El día que Alonso consiga el tricampeonato, España será dos veces campeona del mundo, la primera fue con el gol de Iniesta. Una vuelta discreta, en la definitiva Q3, precedió a una que fue un disparate, valiéndole el quinto constitucional a Fernando Alonso. No hay posición en la que se haya clasificado más veces, 41 con la última.
La Fórmula 1 se parece menos a una procesión de Semana Santa de lo que me gustaría reconocer. Después de una salida tranquila, Leclerc leyó perfectamente la estrategia y anticipó su parada permitiéndole adelantar a todos hasta el cuarto -incluido a Alonso-. Unos pocos siguieron la táctica de Leclerc -incluido a Alonso-, momento en el que Sainz adelantó a Fernando aprovechando, muy probablemente, que los frenos del asturiano estaban ardiendo. El Nano iba decimoquinto o decimosexto, pero todo se decidiría tras un inminente paso por el pit lane. La tensión crecía con el paso de las vueltas, pero se esfumó en un parpadeo cuando Ocon abandonó y la FIA sacó el Virtual Safety Car. Eso perjudicó a unos cuantos -incluido Alonso-, a mí el primero, que, decepcionado, dediqué el resto de la carrera a comer. En la lista de perjudicados por este golpe de teatro figuran: Leclerc, Sainz y Alonso -y yo-; en la de beneficiados: Albon, Verstappen y Hamilton. Verdaderamente sorprendente. La mala suerte no es genética, (o sí).
miércoles, 30 de abril de 2025
Número 17
Aprovechando mi descanso respecto de la setentaycincoañera, voy a tratar un tema discutido en los podcasts y programas que sigo y que han hecho mucho más por mantenerme ligado a la Fórmula 1, que la propia Fórmula 1 vendiendo su alma a Maiami a cambio de una ingente cantidad de dinero. Debería haber más de un suministrador de neumáticos. Si plasmase todas las razones que me están alejando de este deporte, ordenadas de más grave a más leve, en un pergamino dejado caer desde la quinta planta de un edificio de viviendas, éste tocaría el suelo -me reservo el derecho a revelar el tamaño de la fuente y el detalle de los argumentos-. En esta aciaga lista de la frustración y el martirio, el asunto relacionado con el número de suministradores de neumáticos ocuparía la posición 17, sin embargo, lo más sangrante no es que el lector crea que haya dedicado un fin de semana a apuntar en una libreta, con el escudo del Levante en una de las tapas, todos los motivos por los que debería dejar de ver la Fórmula 1, lo peor de todo es que hay 16 por delante, y todavía queda un carro por detrás.
En el año 2011, Pirelli llegó a la Fórmula 1, como único suministrador, relevando a Bridgestone, que tras la marcha de Michelín, sumó dos temporadas compitiendo solo. Presentó ante el mundo unos neumáticos super adherentes, pero que se consumían tras pocas vueltas. Esto generaba una mala prensa, decía la prensa, porque los Pirelli no duraban. En el Gran Premio de Gran Bretaña de 2013, un momento crucial en toda esta historia, hasta cuatro pilotos vieron como sus neumáticos se desintegraban en mitad de la recta a la tan típica como desagradable velocidad de un Fórmula 1. Siete días después, en el circuito de Nürbürgring, Pirelli llevó unos neumáticos que, por favor, no se pincharan, Vettel ganó quince de las diez carreras que quedaban -sí, quince de las diez- y Alonso perdió el mundial; el alonsismo cuenta con tantas llagas en su corazón como temporadas desde 2007 en adelante.
Como si esto fuera una clase de econometría, como si hoy tocara estudiar el equilibrio de Nash, como si todo se redujese a un juego de suma cero -grupo de palabras impregnados de rimbombancia pero que nunca he sabido distinguir, por ejemplo, de los juegos de suma uno-. Desde entonces, Pirelli ha priorizado la durabilidad de sus compuestos por encima de sus prestaciones. ¿Para qué mejorar el agarre que nadie ve si puedo hacer que cualquiera vea que nuestros neumáticos duran una vuelta más?, ¿qué avance, que sin embargo adelante el deterioro de las gomas, merece la pena?, ¿acaso hay alguien que haga mejores neumáticos que yo? Tras doce años descendiendo por esta espiral conservadora, las carreras de ahora ya no son de una parada, sino de una parada obligatoria. Cualquiera podría acabar con los mismos neumáticos con los que empezó, para mayor gloria de la prensa de Pirelli.
No voy a decir la tontería que a Pirelli le iría mejor con, que sin competencia, que hay que tener a los amigos cerca pero a los enemigos más y que la rivalidad solo hará que hacernos mejores, pero una pugna por dirimir qué fabricante hace el mejor neumático del mundo puede disparar la expansión de la marca, aunque, a la luz de la deriva timorata desde aquel crucial Gran Premio de Gran Bretaña, Pirelli debe pensar que perdería.
En el año 2011, Pirelli llegó a la Fórmula 1, como único suministrador, relevando a Bridgestone, que tras la marcha de Michelín, sumó dos temporadas compitiendo solo. Presentó ante el mundo unos neumáticos super adherentes, pero que se consumían tras pocas vueltas. Esto generaba una mala prensa, decía la prensa, porque los Pirelli no duraban. En el Gran Premio de Gran Bretaña de 2013, un momento crucial en toda esta historia, hasta cuatro pilotos vieron como sus neumáticos se desintegraban en mitad de la recta a la tan típica como desagradable velocidad de un Fórmula 1. Siete días después, en el circuito de Nürbürgring, Pirelli llevó unos neumáticos que, por favor, no se pincharan, Vettel ganó quince de las diez carreras que quedaban -sí, quince de las diez- y Alonso perdió el mundial; el alonsismo cuenta con tantas llagas en su corazón como temporadas desde 2007 en adelante.
Como si esto fuera una clase de econometría, como si hoy tocara estudiar el equilibrio de Nash, como si todo se redujese a un juego de suma cero -grupo de palabras impregnados de rimbombancia pero que nunca he sabido distinguir, por ejemplo, de los juegos de suma uno-. Desde entonces, Pirelli ha priorizado la durabilidad de sus compuestos por encima de sus prestaciones. ¿Para qué mejorar el agarre que nadie ve si puedo hacer que cualquiera vea que nuestros neumáticos duran una vuelta más?, ¿qué avance, que sin embargo adelante el deterioro de las gomas, merece la pena?, ¿acaso hay alguien que haga mejores neumáticos que yo? Tras doce años descendiendo por esta espiral conservadora, las carreras de ahora ya no son de una parada, sino de una parada obligatoria. Cualquiera podría acabar con los mismos neumáticos con los que empezó, para mayor gloria de la prensa de Pirelli.
No voy a decir la tontería que a Pirelli le iría mejor con, que sin competencia, que hay que tener a los amigos cerca pero a los enemigos más y que la rivalidad solo hará que hacernos mejores, pero una pugna por dirimir qué fabricante hace el mejor neumático del mundo puede disparar la expansión de la marca, aunque, a la luz de la deriva timorata desde aquel crucial Gran Premio de Gran Bretaña, Pirelli debe pensar que perdería.
martes, 22 de abril de 2025
Como director de arte
Aprovechando que este fin de semana me he concedido una tregua con la setentaycincoañera y no he visto nada del Gran Premio de Arabia Saudí, me gustaría expresar una opinión muy particular acerca del Gran Premio de Baréin: debería disputarse bajo luz diurna, tal y como fue concebido. A pesar que obstruya ese afán por ser espectacular que últimamente la Fórmula 1 promociona, la ingesta cantidad de focos vomitando luz artificial ya no le sienta bien, de asumir que hubo un momento en el que tuvo su gracia. Las carreras disputadas con nocturnidad -premeditación y alevosía- han dejado de sorprenderme y ya no cautivan mi mirada. Ahora, y desde hace un tiempo, veo a través de la bruma color oro con la que son bañados coches y curvas, y los reflejos y destellos de las luces que cruzan a gran velocidad por la visera, casco y carrocería me pasan desapercibidos. Además de lo contrario y poco natural que me resulta que, precisamente, el desierto, lugar apartado donde este circuito fue dejado caer, sea iluminado por bombillas y farolas en lugar de por la luz del sol.
Las carreras nocturnas ya no gozan de mi atención. En primer lugar, porque en septiembre se cumplirán diez y siete años de la primera en la historia de la Fórmula 1 y, si bien me acerqué a ella lleno de curiosidad, pasadas unas temporadas, que ya sabía cómo era, las empecé a ver sin mayor aliciente. Después, cuando la novedad ya ha perdido frescura, como si fuera un chicle de menta, ¿cómo puede ser atractivo si ya hay tantas bajo los focos como disputadas en Europa? Y, por último, todos estos Grandes Premios inyectados en glamour, ellos solos, se han ido situando en una misma categoría en la que predominan las comisiones golosas, una promoción comercial desmesurada y lo aburridos y parecidos que son. El circuito de Marina Bay, en Singapur, que rezumaba innovación, modernidad y progreso en 2008, ahora ha quedado relegado a ser uno más; Mónaco, liderando el cuadro de circuitos urbanos, tardará más en caer, pero con tantos queriendo ser el nuevo Mónaco, lo acabaran exprimiendo hasta que solo sea uno más.
El escenario en una carrera de Fórmula 1 es mucho más importante de lo que se quiere admitir en una época en la que lo primero que se acuerda es la ciudad, luego se valora el lugar y, por último, se construye y diseña el circuito. Haré lo posible por explicarme: en un campeonato que busca recorrer el planeta desde los tiempos en que Bernie Ecclestone era joven, el poder que tiene un Gran Premio en medio del desierto es insustituible. La Fórmula 1 aspira -o debería hacerlo- a ser una competición en la que, quince días después de organizar una carrera en los Alpes, viajase para correr entre dunas y arena, para luego colmar el paseo marítimo de Mónaco. Sus carreras deberían ser, y lo son para mí, como una película, como el capítulo de un libro, en la que el espectador se sumerja en el paraje, y no solo disfrute de la carrera o de la técnica, sino que, viendo el coche de Leclerc doblándose en las curvas a toda velocidad, se imagine a Brad Pitt bordando el cine en Babel, dirigida por González Iñárritu. Ojalá la Fórmula 1 fuese como Babel y Sakhir dejase de ser ese circuito que por sumarse a la moda y sacar músculo con sus focos y luces, esconda su mayor virtud.
Las carreras nocturnas ya no gozan de mi atención. En primer lugar, porque en septiembre se cumplirán diez y siete años de la primera en la historia de la Fórmula 1 y, si bien me acerqué a ella lleno de curiosidad, pasadas unas temporadas, que ya sabía cómo era, las empecé a ver sin mayor aliciente. Después, cuando la novedad ya ha perdido frescura, como si fuera un chicle de menta, ¿cómo puede ser atractivo si ya hay tantas bajo los focos como disputadas en Europa? Y, por último, todos estos Grandes Premios inyectados en glamour, ellos solos, se han ido situando en una misma categoría en la que predominan las comisiones golosas, una promoción comercial desmesurada y lo aburridos y parecidos que son. El circuito de Marina Bay, en Singapur, que rezumaba innovación, modernidad y progreso en 2008, ahora ha quedado relegado a ser uno más; Mónaco, liderando el cuadro de circuitos urbanos, tardará más en caer, pero con tantos queriendo ser el nuevo Mónaco, lo acabaran exprimiendo hasta que solo sea uno más.
El escenario en una carrera de Fórmula 1 es mucho más importante de lo que se quiere admitir en una época en la que lo primero que se acuerda es la ciudad, luego se valora el lugar y, por último, se construye y diseña el circuito. Haré lo posible por explicarme: en un campeonato que busca recorrer el planeta desde los tiempos en que Bernie Ecclestone era joven, el poder que tiene un Gran Premio en medio del desierto es insustituible. La Fórmula 1 aspira -o debería hacerlo- a ser una competición en la que, quince días después de organizar una carrera en los Alpes, viajase para correr entre dunas y arena, para luego colmar el paseo marítimo de Mónaco. Sus carreras deberían ser, y lo son para mí, como una película, como el capítulo de un libro, en la que el espectador se sumerja en el paraje, y no solo disfrute de la carrera o de la técnica, sino que, viendo el coche de Leclerc doblándose en las curvas a toda velocidad, se imagine a Brad Pitt bordando el cine en Babel, dirigida por González Iñárritu. Ojalá la Fórmula 1 fuese como Babel y Sakhir dejase de ser ese circuito que por sumarse a la moda y sacar músculo con sus focos y luces, esconda su mayor virtud.
lunes, 14 de abril de 2025
Programa de centrifugado
Una vez acabado el Gran Premio de Baréin estaba abrumado, sin saber muy bien qué había pasado. Tuve la misma sensación que cuando acabé de ver Tenet, la mayor ida de olla que he visto jamás; una botella, puesta de pie y que pierde agua, pero por la tapa. Al igual que con la película indudablemente dirigida por el sobrao de Nolan, dejé de destinar esfuerzos para enterarme de qué estaba sucediendo pasado el primer cuarto de hora, en el que solo se encadenaron sin sentidos. Hasta que alguien puso algo de orden y sacaron el Safety Car -para parar la carrera, por el amor de Dios-, el aficionado promedio a los coches caros y con pegatinas se columpiaba en un vaivén frenético, rodeado y aplastado por agua, detergente y ropa mojada en la fase de centrifugado de la lavadora. El segundo acto, tras el choque leve entre Sainz y Tsunoda que provocó la salida del coche de seguridad, pareció un ejercicio de meditación, en comparación, a pesar de una persecución vibrante y ajustada en los puestos de podio.
Como si esto siguiera siendo una obra de Nolan, se puede comentar acerca de las decisiones tomadas por el director en torno a cómo contar la historia y cuándo enseñar qué, que hacen enredar el entendimiento del público y dejan espectadores frustrados por el camino. No estoy plenamente seguro de lo que voy a decir, porque con la mayor de mis honestidades: ayer no me enteré de nada, pero tal vez la realización y la selección de cámaras tuvieron que ver en que, a la veintena de vueltas, mirase la tele como quien mira la pared. No me gustaría culpar al realizador, al Nolan de la Fórmula 1, de haber estado yo despistado en una carrera difícil de seguir. De lo que sí estoy seguro es que el nivel, en esta materia, ha disminuido en comparación con las siete u ocho carreras que vi la temporada pasada, de las que recuerdo halagar el montaje y las imágenes ofrecidas de los Grandes Premios con algún amigo que, para entonces, ya estaba moderadamente hastiado de oírme hablar de Fórmula 1.
Ciñéndome a lo que conseguí destilar de la agitada carrera de ayer, creo que la degradación de los neumáticos fue superior a la esperada en las primeras vueltas, Hülkenberg y Ocon entraron en boxes y empezaron a rodar rapidísimo, especialmente el segundo, y entonces se desencadenó la parada prematura del resto de la parrilla. Entre los pilotos lentos, que pararon antes, y marchaban por delante y los pilotos rápidos, que pararon después, y marchaban por detrás se desató una marabunta, especialmente animada, a base de palos, hasta que la salida del Safety Car, parada en boxes mediante, igualó el deterioro de los neumáticos de todos. Pero no me hagas mucho caso, puede que no pasara nada de eso.
Sin embargo, hay más motivos que abrigan estar abrumado, estar desbordado. El pasado fin de semana ha sido el cuarto de los últimos cinco con Gran Premio de Fórmula 1, y esto, lejos de ser una situación excepcional, no solo se repetirá regularmente en otros momentos de la temporada, sino que será seguido por el Gran Premio de Arabia Saudí, el quinto en seis domingos. Y yo, que en el punto álgido de la clasificación del sábado, con la imagen vertiginosa de la cámara instalada en el coche de Antonelli cubriendo la pantalla, pienso en lo repetitivo que es esto, me aburro siguiendo el ritmo sin descanso de la Fórmula 1. Pesaos. Que llegue ya el circuito de Ímola, pero que se espere quince días.
Como si esto siguiera siendo una obra de Nolan, se puede comentar acerca de las decisiones tomadas por el director en torno a cómo contar la historia y cuándo enseñar qué, que hacen enredar el entendimiento del público y dejan espectadores frustrados por el camino. No estoy plenamente seguro de lo que voy a decir, porque con la mayor de mis honestidades: ayer no me enteré de nada, pero tal vez la realización y la selección de cámaras tuvieron que ver en que, a la veintena de vueltas, mirase la tele como quien mira la pared. No me gustaría culpar al realizador, al Nolan de la Fórmula 1, de haber estado yo despistado en una carrera difícil de seguir. De lo que sí estoy seguro es que el nivel, en esta materia, ha disminuido en comparación con las siete u ocho carreras que vi la temporada pasada, de las que recuerdo halagar el montaje y las imágenes ofrecidas de los Grandes Premios con algún amigo que, para entonces, ya estaba moderadamente hastiado de oírme hablar de Fórmula 1.
Ciñéndome a lo que conseguí destilar de la agitada carrera de ayer, creo que la degradación de los neumáticos fue superior a la esperada en las primeras vueltas, Hülkenberg y Ocon entraron en boxes y empezaron a rodar rapidísimo, especialmente el segundo, y entonces se desencadenó la parada prematura del resto de la parrilla. Entre los pilotos lentos, que pararon antes, y marchaban por delante y los pilotos rápidos, que pararon después, y marchaban por detrás se desató una marabunta, especialmente animada, a base de palos, hasta que la salida del Safety Car, parada en boxes mediante, igualó el deterioro de los neumáticos de todos. Pero no me hagas mucho caso, puede que no pasara nada de eso.
Sin embargo, hay más motivos que abrigan estar abrumado, estar desbordado. El pasado fin de semana ha sido el cuarto de los últimos cinco con Gran Premio de Fórmula 1, y esto, lejos de ser una situación excepcional, no solo se repetirá regularmente en otros momentos de la temporada, sino que será seguido por el Gran Premio de Arabia Saudí, el quinto en seis domingos. Y yo, que en el punto álgido de la clasificación del sábado, con la imagen vertiginosa de la cámara instalada en el coche de Antonelli cubriendo la pantalla, pienso en lo repetitivo que es esto, me aburro siguiendo el ritmo sin descanso de la Fórmula 1. Pesaos. Que llegue ya el circuito de Ímola, pero que se espere quince días.
domingo, 6 de abril de 2025
El compasivo
No me escondo: si el césped ardiendo durante las sesiones de entrenamiento no hubiera sido el del circuito de Suzuka y sí hubiera sido el de otros circuitos, que el avezado lector ya conoce, donde no hay césped pero sí alcantarillas, habría apagado la tele. Imagínate ser el dueño de un sucedáneo de portal web para luego esconderte de opiniones que oponen resistencia a la coherencia y que alimentan la tan humana contradicción, imagínate ser xoto y negarte a celebrar una victoria en el Bernabéu porque eres del Valencia y el Valencia debería ganar siempre en el Bernabéu, imagínate ser xoto -no tengo nada más que añadir-. El disgusto por ver a los coches dirigirse al garaje porque se está quemando parte del césped que rodea el circuito se pasa rápido cuando, tras la reanudación, Verstappen va limando cada palmo de asfalto que ofrece la curva del cucharón; maldices cuando el césped ha pegado a arder otra vez, pero te ponen una cámara lenta de Piastri doblando el coche en la chicane y a Suzuka se lo perdonas todo.
El Gran Premio de Verstappen ha sido de los que se recuerda al acabar la temporada, de los que se menciona al repasar las mayores gestas de su carrera. Y lo ha hecho sin adelantar ni una sola vez, al más puro estilo de Fernando Alonso en Singapur 2010. Citar a El Nano y su paso por Ferrari no es una casualidad sin más. El arranque de temporada de Max, con un podio pescado, una cuarta posición primorosa y un carrerón con victoria, recuerda a la temporada 2012 de Alonso en Ferrari. Una caja de cerillas por coche y un pilotaje sobresaliente les une. Y ahora me reconozco deseándole a Verstappen el éxito que no tuvo Fernando, como si la gloria de MadMax convirtiera a El Nano en tricampeón en aquella aciaga tarde en Interlagos. Verstappen es un tipo arrebatadoramente rápido, con el carácter justo para no ser un gilipollas y cuando habla lo hace con total transparencia y cierta lógica. Su carrera libre de adelantamientos, por tanto, libre de cerdadas, me tiene germinando el fenómeno fan. Algún día superaré Brasil 2012.
La Fórmula 1 pasa por un momento que identifico con el deporte que me aficionó, Albert Park y Suzuka se han volcado con esta causa. La falta de ritmo de Piastri en las eses del primer sector durante su vuelta de clasificación del sábado le costó la carrera del domingo porque, solo no haber hecho la pole, le ha impedido ganar. Alonso acaba undécimo porque adelanta a Gasly en la salida, sino no habría tenido otra oportunidad en toda la carrera. El día que un tío salga quinto y acabe primero volverá a ser fruto de una actuación descomunal. Las procesiones, de uno en uno, de coches caros con pegatinas no son aburridas, son la Fórmula 1. Quiero explicarme más breve y claramente: así las cosas, los errores se pagan y las genialidades son recompensadas. Y sigo sin saber el nombre del director de comisarios. Afrontando, como un hombre, que mi destino es el Gran Premio de Bahréin y luego el de Arabia Saudí y luego el de Miami, valoro pegar la espantada, soltar una bomba de humo, oír a Víctor Abad los lunes y aparecer el 18 de mayo, como quien no quiere la cosa, con motivo del Gran Premio della Emilia Romagna, en el circuito de Imola, porque no sé si seré tan compasivo con una bandera roja, una carrera aburrida o una barra libre de adelantamientos.
El Gran Premio de Verstappen ha sido de los que se recuerda al acabar la temporada, de los que se menciona al repasar las mayores gestas de su carrera. Y lo ha hecho sin adelantar ni una sola vez, al más puro estilo de Fernando Alonso en Singapur 2010. Citar a El Nano y su paso por Ferrari no es una casualidad sin más. El arranque de temporada de Max, con un podio pescado, una cuarta posición primorosa y un carrerón con victoria, recuerda a la temporada 2012 de Alonso en Ferrari. Una caja de cerillas por coche y un pilotaje sobresaliente les une. Y ahora me reconozco deseándole a Verstappen el éxito que no tuvo Fernando, como si la gloria de MadMax convirtiera a El Nano en tricampeón en aquella aciaga tarde en Interlagos. Verstappen es un tipo arrebatadoramente rápido, con el carácter justo para no ser un gilipollas y cuando habla lo hace con total transparencia y cierta lógica. Su carrera libre de adelantamientos, por tanto, libre de cerdadas, me tiene germinando el fenómeno fan. Algún día superaré Brasil 2012.
La Fórmula 1 pasa por un momento que identifico con el deporte que me aficionó, Albert Park y Suzuka se han volcado con esta causa. La falta de ritmo de Piastri en las eses del primer sector durante su vuelta de clasificación del sábado le costó la carrera del domingo porque, solo no haber hecho la pole, le ha impedido ganar. Alonso acaba undécimo porque adelanta a Gasly en la salida, sino no habría tenido otra oportunidad en toda la carrera. El día que un tío salga quinto y acabe primero volverá a ser fruto de una actuación descomunal. Las procesiones, de uno en uno, de coches caros con pegatinas no son aburridas, son la Fórmula 1. Quiero explicarme más breve y claramente: así las cosas, los errores se pagan y las genialidades son recompensadas. Y sigo sin saber el nombre del director de comisarios. Afrontando, como un hombre, que mi destino es el Gran Premio de Bahréin y luego el de Arabia Saudí y luego el de Miami, valoro pegar la espantada, soltar una bomba de humo, oír a Víctor Abad los lunes y aparecer el 18 de mayo, como quien no quiere la cosa, con motivo del Gran Premio della Emilia Romagna, en el circuito de Imola, porque no sé si seré tan compasivo con una bandera roja, una carrera aburrida o una barra libre de adelantamientos.
jueves, 27 de marzo de 2025
Muéstrame el camino
Un nuevo capítulo de mi tumultuosa relación con la Fórmula 1 ha sido escrito. Este fin de semana, con motivo del Gran Premio de China, en el faraónico circuito de Shanghái, mi relación con la setentaycincoañera ha avanzado por una fase con riesgo de tornarse peligrosa; y conforme más pasos damos, más lo percibo así. Empiezo a pensar que la Fórmula 1 es la novia que no te conviene. Su próxima ida de olla, con mensajito nocturno incluido, se recorta en la penumbra como el malo de una novela de Pérez Reverte. Problemas: amigo, date cuenta. La carrera no tuvo un entretenimiento desaforado, sin embargo, el mal momento que hemos atravesado y que, por prudencia diré, seguimos atravesando no guarda en absoluto relación con el aburrimiento. La carrera no tuvo una participación galáctica de la pareja de pilotos patrios, sin embargo, el apagar la tele tras un abandono de El Nano forma parte de una época tan feliz como pasada. Anestesiado después del fin de semana de Gran Premio, me cuesta recordar los motivos que me tuvieron apartado de ella, pero como me dé el tiempo justo para pensar, me acuerdo en seguida de la carrera sprint del sábado y el nivel de triglicéridos se me desestabiliza.
Verstappen, y actuaciones como las del domingo, pegamento que impide que esta resaca emocional se me despegue del ánimo, son parte de las razones que me tienen en un estado en vias de reconciliación y confraternización. ¿A quién no le gusta ver como un fuera de serie lleva un coche claramente inferior a su talento, y que más se parece a una caja de cerillas, hasta las puertas del podio?, ¿Cómo exhibiciones como estas no hacen afición? Debo confesar que el quinto puesto de Tsunoda en la clasificación de Australia me hizo un poco de tilín. En esta casa no miramos el DNI de quién pone el paddock de la Fórmula 1 patas arriba sino que disfrutamos de cuanto ocurre. Hasta a Hamilton le puse ojitos el día que adelantó a Verstappen cincuenta metros por fuera de la pista en Interlagos.
Que no llegue nunca el Gran Premio de Arabia Saudí, que se olviden de pasar también por Miami y Baréin, que al caer la bandera a cuadros en Suzuka la siguiente carrera sea en Mónaco, que no vuelvan a robarme un fin de semana con carreras sprint, que todos los nuevos circuitos sean como el de Shanghái pero en lugares que lo merezcan, que, como hasta ahora, no conozca el nombre del director de comisarios, que mis deseos se hagan realidad. Querida Fórmula 1, querida setentaycincoañera, no hay rincón tuyo que no desprenda la más pura de las bellezas, me encuentro postrado ante ti, suplicando, estoy enamorado desde el tuétano de mis huesos hasta la punta de mis cabellos, desde el vértice más transcendental hasta la punta más banal, de mis emociones más primitivas a mis argumentos más sesudos: dame un punto de apoyo, muéstrame el camino y no me separaré de ti el resto de mi vida. Jajajaja.
Verstappen, y actuaciones como las del domingo, pegamento que impide que esta resaca emocional se me despegue del ánimo, son parte de las razones que me tienen en un estado en vias de reconciliación y confraternización. ¿A quién no le gusta ver como un fuera de serie lleva un coche claramente inferior a su talento, y que más se parece a una caja de cerillas, hasta las puertas del podio?, ¿Cómo exhibiciones como estas no hacen afición? Debo confesar que el quinto puesto de Tsunoda en la clasificación de Australia me hizo un poco de tilín. En esta casa no miramos el DNI de quién pone el paddock de la Fórmula 1 patas arriba sino que disfrutamos de cuanto ocurre. Hasta a Hamilton le puse ojitos el día que adelantó a Verstappen cincuenta metros por fuera de la pista en Interlagos.
Que no llegue nunca el Gran Premio de Arabia Saudí, que se olviden de pasar también por Miami y Baréin, que al caer la bandera a cuadros en Suzuka la siguiente carrera sea en Mónaco, que no vuelvan a robarme un fin de semana con carreras sprint, que todos los nuevos circuitos sean como el de Shanghái pero en lugares que lo merezcan, que, como hasta ahora, no conozca el nombre del director de comisarios, que mis deseos se hagan realidad. Querida Fórmula 1, querida setentaycincoañera, no hay rincón tuyo que no desprenda la más pura de las bellezas, me encuentro postrado ante ti, suplicando, estoy enamorado desde el tuétano de mis huesos hasta la punta de mis cabellos, desde el vértice más transcendental hasta la punta más banal, de mis emociones más primitivas a mis argumentos más sesudos: dame un punto de apoyo, muéstrame el camino y no me separaré de ti el resto de mi vida. Jajajaja.
domingo, 16 de marzo de 2025
La Fórmula 1 en estado puro
Si parpadean se lo van a perder porque esto es la Fórmula 1 en estado puro. No es ningún secreto que mi relación con la Fórmula 1 está pasando por una fase tumultuosa, y lleva siendo así ya varias temporadas. Podría nombrar, de manera ordenada en función de mi aborrecimiento, las razones que nos han llevado a este conflicto, que se está extendiendo como una mancha de aceite, pero no lo haré porque hoy no es el día. La setentaycincoañera, de cuando en vez, regala fines de semana como éste, que hacen replantearme la situación. Víbora zigzagueante que se mueve al ritmo de la música de Aladdín, me mece con sus encantos, susurros y gestos aduladores como un pobre hombre desprovisto de criterio y decisión. Un día te nubla el desencanto, meses después asomas la cabeza, cual pecador, a los entrenamientos de pretemporada y cuando la Fórmula 1, días después, sube un vídeo a YouTube con sonido ambiente de los diez monoplazas rodando por el circuito de Sakhir, dejado caer el medio del desierto, lo que dejas caer es la baba, y hasta el zumbido amortiguado de los V6 turbo-híbridos parecen sonar cada año mejor. Sin que me pudiera dar cuenta, el dueño de este sucedáneo de portal web se estaba organizando el horario de descanso y sueño de este fin de semana pensando en madrugar, primero, y trasnochar, después, para no perder detalle del programa automovilístico del Gran Premio de Australia, aunque finalmente fuese vencido por Morfeo, solo, a la veintena de vueltas de carrera.
Fines de semana, en definitiva, en donde la clasificación, y como consecuencia su preparación durante los entrenamientos, cobran importancia, en donde la salida se vuelve crucial en el desarrollo de la carrera y en donde, especialmente, el juguete roto del DRS pasa a ser, simplemente, un juguete que solo divierte. Y todo esto rodeado por un escenario sin parangón, el mejor del calendario, solo por detrás del sobresaliente circuito de Gilles Villenueve, tan auténtico y singular como el de Albert Park. El espectador con cierta experiencia de los coches caros y con pegatinas puede disfrutar de la excepcional persecución de Piastri a Norris durante gran parte de la carrera o del permanente intento de Lewis Hamilton por avanzar posiciones mientras su compañero, que salía justo delante de él, se había valido de la salida para zafarse de coches más lentos. En una palabra, en la Fórmula 1, los adelantamientos deberían valer tanto como los tres que ha conseguido el debutante Kimi Antonelli, en treinta vueltas y con trompo incluido.
Y los golpes de teatro deberían ser como el de hoy. Pasadas treinta y cinco vueltas, uno se encuentra satisfecho con lo que ve y con lo que ha visto, pero la buena Fórmula 1, esa que más se parece a una película que a una carrera, nunca pierde su capacidad de sorpresa. De repente, Yuki Tsunoda empieza a rodar cada vez más lento y compacta un tren de varios pilotos; Alonso, que es uno de los últimos vagones de ese tren, ve a simple vista el quinto puesto y empieza a apretar, hasta que se sale -dicen que ha sido una montaña de grava-; y todos paran en boxes para quitarse los neumáticos de lluvia, que estorbaban desde hacía vueltas. Cuando pensabas que la aparición del Safety Car, producto de la accidente de Fernando Alonso, había absorbido todo el componente estratégico de la carrera, te calzan una imagen de los dos primeros clasificados, Norris y Piastri, por fuera de la pista. Está lloviendo otra vez. Piastri se queda clavado en la hierba, todo el mundo para en boxes, ¿por qué Tsunoda va décimo segundo?, espera que Ferrari no para, Stroll se pone sexto, Hulkenberg está séptimo, ¿ese de ahí es Piastri dando marcha atrás para reincorporarse? Pasados diez minutos, todavía sigues viendo imágenes -como la de Leclerc en dirección contraria- que no te habías dado ni cuenta. El mismo Leclerc le mete una pasada sublime a Hamilton en la resalida, Antonelli le explica un par de cosas a Albon a 320 km/h y, cuando creías que ningún adelantamiento podía superar al anterior, Piastri pinta en el aire una obra maestra delante del heptacampeón. Belgium 2008 Grand Prix - Last 3 Laps en YouTube. La Fórmula 1 en estado puro .
Fines de semana, en definitiva, en donde la clasificación, y como consecuencia su preparación durante los entrenamientos, cobran importancia, en donde la salida se vuelve crucial en el desarrollo de la carrera y en donde, especialmente, el juguete roto del DRS pasa a ser, simplemente, un juguete que solo divierte. Y todo esto rodeado por un escenario sin parangón, el mejor del calendario, solo por detrás del sobresaliente circuito de Gilles Villenueve, tan auténtico y singular como el de Albert Park. El espectador con cierta experiencia de los coches caros y con pegatinas puede disfrutar de la excepcional persecución de Piastri a Norris durante gran parte de la carrera o del permanente intento de Lewis Hamilton por avanzar posiciones mientras su compañero, que salía justo delante de él, se había valido de la salida para zafarse de coches más lentos. En una palabra, en la Fórmula 1, los adelantamientos deberían valer tanto como los tres que ha conseguido el debutante Kimi Antonelli, en treinta vueltas y con trompo incluido.
Y los golpes de teatro deberían ser como el de hoy. Pasadas treinta y cinco vueltas, uno se encuentra satisfecho con lo que ve y con lo que ha visto, pero la buena Fórmula 1, esa que más se parece a una película que a una carrera, nunca pierde su capacidad de sorpresa. De repente, Yuki Tsunoda empieza a rodar cada vez más lento y compacta un tren de varios pilotos; Alonso, que es uno de los últimos vagones de ese tren, ve a simple vista el quinto puesto y empieza a apretar, hasta que se sale -dicen que ha sido una montaña de grava-; y todos paran en boxes para quitarse los neumáticos de lluvia, que estorbaban desde hacía vueltas. Cuando pensabas que la aparición del Safety Car, producto de la accidente de Fernando Alonso, había absorbido todo el componente estratégico de la carrera, te calzan una imagen de los dos primeros clasificados, Norris y Piastri, por fuera de la pista. Está lloviendo otra vez. Piastri se queda clavado en la hierba, todo el mundo para en boxes, ¿por qué Tsunoda va décimo segundo?, espera que Ferrari no para, Stroll se pone sexto, Hulkenberg está séptimo, ¿ese de ahí es Piastri dando marcha atrás para reincorporarse? Pasados diez minutos, todavía sigues viendo imágenes -como la de Leclerc en dirección contraria- que no te habías dado ni cuenta. El mismo Leclerc le mete una pasada sublime a Hamilton en la resalida, Antonelli le explica un par de cosas a Albon a 320 km/h y, cuando creías que ningún adelantamiento podía superar al anterior, Piastri pinta en el aire una obra maestra delante del heptacampeón. Belgium 2008 Grand Prix - Last 3 Laps en YouTube. La Fórmula 1 en estado
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)
















